El Obispo Smith cumplió su promesa de enviarme una carta de testimonio. Estaba llena de expresiones amables de estimación hacia mi y mi gente. Nunca había tenido un documento en el cual mi carácter privada y pública fuera tan amablemente apreciado. Mi gratitud hacia el obispo no conocía límites. Inmediatamente le mandé una carta breve para darle las gracias y pedirle que orara por mí durante los felices días de retiro en el monasterio de St. Joseph.
El venerable Gran Vicario Saurín y su asistente el Rev. Sr. M. Granger me recibieron en el monasterio con la más sincera amabilidad. Hallé en ambos la mejor clase de sacerdote de Roma. El Gran Vicario Saurín es considerado uno de los intelectuales más altos que Roma jamás ha dado a los Estados Unidos. Quizás no hay ningún hombre que haya hecho tanto para el progreso de esa Iglesia en este país que ese sacerdote dotado. Mi veneración por él aumentaba cada vez que conversé con él. Las únicas cosas que me dolieron son:
1. - Cuando alguno de sus monjes inferiores se acercaba para hablar con él, tenía que arrodillarse y postrarse ante él como si fuera Dios hasta que él le daba permiso para levantarse.
2. - El prometió a numerosos padres Protestantes que encomendaron sus hijos a su cuidado para su educación a nunca interferir con su religión, sin embargo, los proselitizaba sin cesar. Varios de sus alumnos Protestantes fueron recibidos en la Iglesia de Roma y renunciaron a la religión de sus padres en mi presencia en la víspera de la Pascua de ese año.
Mientras, como sacerdote, me alegré por las conquistas numerosas de mi Iglesia sobre sus enemigos en todos sus colegios y conventos, me oponía a la brecha de promesa relacionada con esas conversiones. Sin embargo, pensé entonces como pienso hoy que un Protestante que lleva a sus hijos con un sacerdote o monja Católico-romano para su educación, no tiene religión. Es absurdo prometer a respetar la religión de un hombre que no tiene ninguna. ¿Cómo se puede respetar lo que no existe?
Nunca me había dado cuenta cuán bueno es estar a solas con Cristo y contarle todo lo que había hecho, dicho y enseñado. Esos pocos días de reposo y meditación fueron más preciosos para mí, porque Dios me había guiado a poner el Evangelio como la piedra fundamental de mi fe en el acta de sumisión que había entregado a mi obispo. ¡Mi iglesia nunca me había sido tan querida como cuando aceptó esa sumisión condicional! Mi alma estaba regocijándose en ese hecho el 5 de abril (el lunes después de la Pascua) cuando el Gran Vicario Saurín me entregó una carta del Sr. Dunn, la cual me informó que una nueva tempestad formidable de parte de los Jesuitas estaba a punto de estallar sobre mí.
A la mañana siguiente, el Sr. Saurín me entregó otra carta del obispo de Dubuque y con una simpatía que nunca olvidaré, dijo: Lamento ver que no hayas llegado al fin de tus problemas como esperabas. El Obispo Smith le ordena regresar a Dubuque con palabras que están muy lejos de ser amigables.
Extrañamente estas noticias me dejaron perfectamente tranquilo y alegre ese día. En mi querido Evangelio, que había sido mi pan cotidiano los pasados ocho días, había encontrado el yelmo para mi cabeza, la coraza y el escudo para protegerme y la espada invencible con que pelear. De cada página oía la voz de mi Salvador: No temas; yo estoy contigo. (Isa. 43: 5)
De regreso, rumbo a Dubuque, me detuve en Chicago para informarme de la causa de la nueva tempestad con mi fiel amigo, el Sr. Dunn. El dijo: ¿Recuerdas cómo al Gran Vicario Mailoux le desagradó la sumisión condicional que entregaste al obispo? Lo más pronto que nosotros le dejamos, él envió al joven sacerdote que está con él a los Jesuitas de Chicago. Los Jesuitas acordaron con él. Inmediatamente enviaron palabra al obispo de Dubuque diciendo: ¿No ves que ese Chíniquy es un Protestante disfrazado y que no se ha sometido a tu autoridad, sino solamente a la autoridad de su Biblia? ¿No temas que todo el cuerpo de los obispos y el Papa mismo te condenarán por haber caído en la trampa?
Nuestro administrador, aunque es un buen hombre, está tan suave como la cera y puede ser manipulado. Los Jesuitas, que quieren dominar a los sacerdotes y a la Iglesia con una vara de hierro y cuya meta es convertir al Papa y a los obispos en los tiranos más despiadados, han aconsejado al administrador a forzarte a entregar un acta de sumisión incondicional. Evidentemente, tú tenías demasiada razón el otro día cuando dijiste que tu acta de sumisión era demasiada buena para los obispos y el Papa. Ahora, ¿Qué vas a hacer?
Repliqué: No sé, pero esté seguro de esto, haré lo que nuestro gran Dios misericordioso indica.
Muy bien, respondió, ¡Que Dios te ayude! No mucho tiempo después, el Sr. Dunn fue excomulgado por su obispo.En Dubuque, fui inmediatamente al palacio del obispo. Le encontré en compañía de un Jesuita y me sentí como un barco impotente entre dos témpanos amenazantes.
Dije: ¿Su Señoría quiere verme de nuevo?
Sí, señor, quiero verte de nuevo, respondió.
¿Qué desea de mí, mi señor? repliqué.
¿Tienes la carta de testimonio que te mandé la semana pasada a Chicago?
Sí, mi señor, la tengo conmigo.
¿Me la enseñas, por favor? replicó.
Con gusto, aquí está y le di el precioso documento.
Lo más pronto que se aseguró que era dicha carta, corrió a la estufa y la echó en el fuego. Yo corrí para salvar ese documento que para mí era más valioso y precioso que todo el oro de California, pero llegué demasiado tarde; ya estaba hecha cenizas. Volteé al obispo y le dije: ¿Por qué me quitó un documento que es mi propiedad y lo destruyó sin mi permiso?
El me respondió con una insolencia que no puede ser expresado en papel: Yo soy tu superior y no tengo que rendir cuentas a ti.
Yo repliqué: ¡Sí, mi señor, en verdad usted es mi superior! Usted es un gran obispo en nuestra Iglesia y yo no soy más que un pobre miserable sacerdote. Pero hay un Dios Todopoderoso en el cielo que está tan arriba de usted como lo está de mí. Ese gran Dios me ha concedido derechos que nunca cederé para agradar a ningún hombre. En presencia de Dios, protesto contra su iniquidad.
¿Has venido aquí a darme un sermón? replicó el obispo.
No, mi señor, no vine para darle un sermón, vine por la orden de usted, pero, ¿Fue para insultarme?
Te ordené venir porque me engañaste la última vez, respondió, tú me diste una acta de sumisión que sabías muy bien que no es una acta de sumisión. La acepté entonces, pero me equivoqué. Hoy la rechazo.
Le respondí: ¿Cómo puede usted decir que yo le engañé? El documento que le presenté está escrita en un inglés bueno y claro. Ahí está en su mesa; ahí lo veo. Usted lo leyó dos veces y lo comprendió muy bien. Si usted fue engañado por su contenido, usted se engañó a sí mismo. Usted es entonces un auto-engañador y no puede acusarme de haberle engañado.
Entonces, tomó el documento y lo leyó despacio. Cuando llegó a las palabras Nosotros nos sometemos a su autoridad conforme a la Palabra de Dios como lo encontramos en el Evangelio de Cristo se detuvo y dijo: ¿Qué quieres decir con esto?
Le respondí: Quiero decir lo que usted ve ahí. Quiero decir que ni yo ni mi gente jamás nos someteremos a nadie excepto según las eternas leyes de la verdad, la justicia y la santidad de Dios como las hallamos expresadas en la Biblia.
El respondió airadamente: Semejante lenguaje de parte tuya es puro Protestantismo. No puedo aceptar ninguna sumisión condicional de ningún sacerdote.
Nuevamente oí la voz misteriosa: ¿No ves que en tu Iglesia de Roma no sigues la Palabra de Dios, sino las falsas tradiciones de hombres?
Gracias a Dios que no silencié la voz en aquella hora solemne. Con una oración ardiente y silenciosa, dije: ¡Oh Dios mío! ¡Habla nuevamente a tu siervo y concédeme la gracia para seguir tu Santa Palabra!
Entonces, dije al obispo: Usted me angustia al rechazar esta acta de sumisión y pedir otra. Por favor, explícame la naturaleza de la nueva sumisión que usted pide de mi y de mi congregación.
Más calmado y más cortes, el obispo dijo: Espero, Sr. Chíniquy, que como un buen sacerdote no quieres rebelarte contra tu obispo y me darás el acta de sumisión que te pida. Quita las frases la Palabra de Dios, el Evangelio de Cristo y Biblia del documento actual y estaré satisfecho.
Pero, mi señor, junto con mi congregación he puesto estas palabras, porque queremos obedecer solamente a los obispos que siguen la Palabra de Dios. Queremos someternos solamente a la Iglesia que respeta y sigue al Evangelio de Cristo.
Irritado, rápido respondió: Quita de tu sumisión las frases la Palabra de Dios, el Evangelio de Cristo y Biblia y si no, te castigaré como a un rebelde.
Mi señor, le repliqué, esas expresiones están ahí para mostrarnos a nosotros y a todo el mundo que la Palabra de Dios, el Evangelio de Cristo y la Biblia son las piedras del fundamento de nuestra santa Iglesia. Si rechazamos esas piedras preciosas, ¿En cual cimiento descansará nuestra Iglesia y nuestra fe?
El respondió airadamente: Señor Chíniquy, Yo soy tu superior, no quiero discutir contigo. Tú eres mi inferior y a ti te corresponde obedecerme. Déme inmediatamente una acta de sumisión en la cual dirás sencillamente que tú y tu congregación se someterán a mi autoridad y que prometen hacer todo lo que yo les mande.
Calmadamente le respondí: Lo que usted pide de mí no es una acta de sumisión, sino una acta de adoración. Yo absolutamente rehuso dársela.
Si es así, respondió, no puedes seguir siendo un sacerdote Católico-romano.
Levanté mis manos al cielo y exclamé en alta voz: ¡Bendito sea el Dios Todopoderoso para siempre!
Tomé mi sombrero y fui al hotel. Cerré la puerta con llave y caí de rodillas para considerar en la presencia de Dios lo que acababa de hacer. Ahí, la terrible verdad innegable me saltaba a la vista. ¡Mi Iglesia no era la Iglesia de Cristo! Esa triste verdad no me había sido revelada por ningún Protestante, ni por ningún otro enemigo de la Iglesia. Me lo dijo uno de sus más instruidos y devotos obispos. ¡Mi Iglesia era el enemigo mortal e irreconciliable de la Palabra de Dios como tan frecuentemente lo había sospechado! ¡No sería permitido permanecer un día más en esa Iglesia sin abandonar pública y positivamente al Evangelio de Cristo! Era evidente para mí, ahora, que el Evangelio para la Iglesia de Roma no es más que un disfraz, una burla para ocultar sus iniquidades, tiranías, supersticiones e idolatrías. ¡El único uso que tenía el Evangelio en mi Iglesia era echar polvo en los ojos de los sacerdotes y de la gente! No tenía ninguna autoridad. ¡La única regla y guía eran la voluntad, las pasiones y los dictados de hombres pecaminosos!
Ahí a solas y de rodillas delante de mi Dios, supe que la voz que tan frecuentemente había afligido y conmovido mi fe era la voz de mi Dios misericordioso; era la voz de mi querido Salvador, quien me estaba sacando de los caminos de perdición en los cuales había estado caminando; la voz que tantas veces yo había intentado silenciar.
¡Dios mío, Dios mío! clamé, la Iglesia de Roma no es tu Iglesia. Para obedecer la voz de mi conciencia que es la voz tuya, la abandoné. Cuando tuve que escoger, no pude abandonar tu Palabra. ¡Decidí abandonar a Roma! Pero, oh Señor, ¿Dónde está tu Iglesia? ¡Oh, hábleme! ¿Adónde tengo que ir para ser salvo?
Por más de una hora, en vano clamé a Dios. No vino ninguna respuesta. Para añadir a mi angustia, el pensamiento destelló en mi mente que al abandonar a la Iglesia de Roma, abandonaba a la Iglesia de mis queridos padres, mis hermanos, mis amigos y mi patria. De hecho, todo lo que era querido y sagrado para mí. No lamenté el sacrificio, pero sentí que no podría sobrevivirlo. Con lágrimas clamé a Dios por más fe y fortaleza, pero todo parecía en vano.
Entonces sentí que una guerra implacable sería declarada contra mí. El Papa, los obispos y los sacerdotes atacarían y destruirían mi carácter, mi nombre y mi honor en su prensa, desde sus púlpitos y en sus confesionarios. Intenté pensar en alguien que acudiría a socorrerme. Cada uno de los millones de los Católico-romanos estarán obligados a maldecirme. ¡Mis mejores amigos, mi propia congregación y aun mis propios hermanos estarán obligados a mirarme con horror como un apóstata y un vil proscrito! ¿Podría esperar recibir alguna ayuda o protección de los Protestantes? ¡No! Porque mi vida sacerdotal la pasé escribiendo y predicando contra ellos.
¿Cómo podré salir nuevamente a ese mundo donde no hay un solo lugar de refugio para mí? De repente, la vida llegó a ser una carga insoportable. La muerte instantánea me parecía la bendición más grande en esa hora angustiosa. Tomé mi navaja para cortarme la garganta, pero mi Dios misericordioso que sólo quería mostrarme mi propia impotencia, detuvo mi mano y la navaja se cayó al suelo. Al principio, pensé que la muerte sería un gran alivio, pero entonces, dije a mí mismo: Si muero, ¿Adónde iré? ¡Oh, mi querido Salvador, socórreme!
En ese mismo instante, recordé que traía conmigo mi querido Nuevo Testamento. Con mis manos temblando y mi corazón orando, abrí el libro al azar. ¡No fui yo, sino Dios mismo quien lo abrió! Mis ojos se clavaron en estas palabras:
POR PRECIO HABÉIS SIDO COMPRADOS; NO OS HAGÁIS ESCLAVOS DE LOS HOMBRES. (1 Cor. 7: 23)
Estas palabras llegaron a mi mente más como una luz que como sonidos articulados. De repente, me dieron el conocimiento del misterio de una salvación perfecta por medio de Cristo solamente. En seguida trajeron a mi alma una gran calma deleitosa. Dije a mí mismo: ¡Jesús me ha comprado; entonces, él me ha salvado! Y, Si es así, soy salvo, perfectamente salvo, para siempre salvo! Jesús es mi Dios; las obras de Dios son perfectas. Mi salvación, entonces, tiene que ser una salvación perfecta. Pero, ¿Cómo me ha salvado? ¿Qué precio ha pagado por mi pobre alma culpable?
La respuesta vino tan rápido como un rayo: El te compró con su sangre derramada en la cruz. Te salvó cuando murió en el Calvario.
Entonces, dije a mí mismo otra vez: ¡Sí! Jesús me salvó perfectamente cuando derramó su sangre en la cruz. ¡No soy salvo como había pensado y predicado hasta ahora, por mis penitencias, ni por mis rezos a María y a los santos, ni por mis confesiones ni indulgencias y ni siquiera por las llamas del purgatorio!
En ese instante, todas las cosas que había creído ser necesarios para ser salvo: Los rosarios, indulgencias, escapularios, la confesión auricular, la invocación a la Virgen, agua bendita, misas, purgatorio, etc., etc. se desvanecieron de mi mente como una gran torre cuando es golpeada en sus cimientos y se desmorona al suelo. ¡Jesús, sólo Jesús, permaneció en mi mente como el único Salvador de mi alma!
¡Oh, qué gozo sentí ante esta sublime y sencilla verdad! Pero fue la voluntad de Dios que este gozo durara poco. De repente, se fue, junto con la hermosa luz que había producido. Mi alma nuevamente fue envuelta por las más terribles tinieblas. En medio de esas densas tinieblas, un objeto aún más oscuro se presentó a mi mente. Era como una montaña muy alta, pero no compuesto de arena ni de piedra. Era la montaña de mis pecados. Los vi a todos parados delante de mí. Con horror los vi moverse hacia mí, como una poderosa mano, para aplastarme. Intenté escapar, pero fue en vano. Sentí que estaba atado al suelo y en ese momento, cayeron encima de mí. Sentí que algo tan pesado como el granito me aplastaba. Apenas podía respirar. Mi única esperanza era clamar a Dios por ayuda.
Con una voz fuerte, oída por muchos en el hotel, clamé: ¡Oh, Dios mío! ¡Ten misericordia de mí! ¡Mis pecados me están destruyendo! ¡Estoy perdido, sálvame! Pero, me parecía que Dios no me oía, la montaña de mis pecados ocultaba mis lágrimas e impedía que mis clamores llegaran hasta él. De repente, ¡Pensé que Dios no quería hacer nada por semejante pecador, excepto abrir las puertas del infierno para arrojarme en ese horno ardiente preparado para sus enemigos y que yo tanto merecía!
Pero estaba equivocado. Después de 8 ó 10 minutos de agonía indecible, los rayos de una nueva luz comenzaron a penetrar la nube oscura que colgaba sobre mí. En esa luz, vi claramente a mi Salvador encorvado bajo la carga de su pesada cruz, su rostro cubierto de sangre. Vi la corona de espinas encrustado en su cabeza y los clavos en sus manos. El me miró con una expresión de compasión y amor indescriptible. Se acercó a mí y dijo: He oído tus clamores y he visto tus lágrimas. Yo puse mi vida por ti, mi sangre y mis heridas pagaron tus deudas. ¿Me entregarás tu corazón? ¿Tomarás mi Palabra como la única lámpara de tus pies y la única lumbrera de tu camino? Yo te presento la vida eterna como un don.
Le respondí: ¡Querido Jesús, cuán dulces son tus palabras a mi alma! ¡Háblame, oh, háblame otra vez! ¡Sí, amado Salvador, yo quiero amarte! Pero, ¿No ves esta montaña que me está aplastando? ¡Por favor, quítala, quítame mis pecados!
Apenas terminé de hablar cuando su mano poderosa tocó la montaña y fue rodando al abismo y se desapareció. Al mismo instante, sentí como una lluvia de la sangre del Cordero cayendo sobre mí, purificando mi alma. De repente mi humilde habitación fue transformada en un verdadero paraíso. Los ángeles de Dios no podrían estar más felices que yo en esa misteriosa y bendita hora de mi vida. Lleno de gozo inefable, dije a mi Salvador: Querido Jesús, ¡El Don de Dios!, tú me has dado el perdón de mis pecados como un don. ¡Me has dado la vida eterna como una dádiva! ¡Tú me has redimido y me has salvado, amado Salvador; yo sé, lo siento! Pero esto no es suficiente, no quiero estar salvo yo sólo, ¡Salva a mi gente también! ¡Salva a todo mi país! Me siento rico y feliz en este Don. Concédeme mostrar su hermosura y preciosidad a mi gente para que ella también se regocije en su posesión.
Esta revelación repentina de la salvación como un don me transformó tan completamente que me sentí como un hombre nuevo. La angustia indecible de mi alma fue cambiado en gozo inefable. Mis temores fueron reemplazados por un valor y una fortaleza como nunca había experimentado. Los Papas con sus obispos y sacerdotes y sus millones de miserables esclavos podrían atacarme, pero yo sentí que podría vencerles a todos.
Ahora, mi gran ambición era regresar a St. Anne y contar a mi gente lo que el Señor había hecho en mi alma. Limpié las lágrimas, agarré mi maleta, pagué la cuenta y tomé el tren para regresar a mis queridos compatriotas. A esa misma hora, ellos estaban muy ansiosos y excitados, porque acababan de recibir un telegrama del obispo de Dubuque, diciéndoles: Expulsen a su sacerdote, porque él ha rehusado darme un acta de sumisión incondicional. Ellos se habían reunido en gran número para oír la lectura de ese mensaje extraño. Pero ellos decidieron unánimemente: Si el Sr. Chíniquy ha rehusado dar un acta de sumisión incondicional, él ha hecho bien. Nosotros le apoyaremos hasta el fin. Sin embargo, yo no sabía de esa admirable resolución. Llegué a St. Anne el domingo a la hora del culto de la mañana. Había una inmensa multitud en la puerta de la capilla. Todos corrieron hacia mí preguntando: ¿Acabas de venir del obispo? ¿Qué buenas noticias nos traes?
Les respondí: Ningunas noticias aquí, mis buenos amigos, vengan a la capilla y les contaré lo que el Señor ha hecho por mi alma.
Cuando ellos habían llenado ese edificio grande, les dije: Nuestro Salvador, el día antes de su muerte, dijo a sus discípulos: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche. (Todos seréis ofendidos a causa de mí esta noche. Mt. 26: 31; Mc. 14: 27.)
Tengo que decirles a ustedes las mismas palabras, porque temo que hoy seré la causa de un gran escándalo para todos ustedes. Pero así como el escándalo que Cristo dio a sus discípulos ha salvado el mundo, espero que, por la gran misericordia de Dios, el escándalo que yo les haga, les salvará a ustedes también. Hasta ayer, yo fui su pastor, pero desde hoy no tengo más ese honor, porque ya he roto los lazos por los cuales fui atado como esclavo a los pies de los obispos y del Papa.
Apenas había terminado esta frase cuando un clamor de sorpresa y tristeza llenó la iglesia. ¡Y que significa esto! exclamó la congregación.
Mis queridos compatriotas, continué, no he venido para decirles que me sigan a mí; yo no morí para salvar sus almas inmortales. Yo no he derramado mi sangre para comprarles un hogar en el cielo, pero Cristo sí lo ha hecho. ¡Sigan a Cristo y solamente a él! Ahora, les diré por qué he roto el yugo insoportable de los hombres para seguir a Cristo. Ustedes recordarán que el 21 de marzo pasado, ustedes firmaron conmigo una acta de sumisión a la autoridad del obispo de la Iglesia de Roma con la cláusula condicional que le obedeceríamos solamente en asuntos que fueran conformes a las enseñanzas de la Palabra de Dios como se hallan en el Evangelio de Cristo.
Fue nuestra esperanza que nuestra Iglesia aceptaría dicha sumisión y grande fue nuestro gozo cuando el Obispo Smith la aceptó. Pero esa aceptación fue revocada ayer en la presencia de Dios. El Obispo Smith rechazó con sumo desprecio el acta de sumisión que le entregamos y que él había aceptado hace dos semanas, porque en ella se mencionó la Palabra de Dios. Cuando yo le pedí respetuosamente que me dijera la naturaleza de la nueva acta de sumisión que quería de nosotros, él me ordenó suprimir las frases la Palabra de Dios, el Evangelio de Cristo y la Biblia si nosotros queremos ser aceptados como buenos Católicos. Nosotros habíamos pensado hasta entonces que la Sagrada Palabra de Dios y el Santo Evangelio de Cristo eran las piedras del fundamento de la Iglesia de Roma. Por esa causa la amamos y quisimos permanecer en su seno aun cuando fuimos forzados a luchar como hombres honestos contra ese tirano ORegan.
Pero, ayer aprendí de los mismos labios de un obispo de Roma que nosotros fuimos una pandilla de simplones por creer eso. Aprendí que la Iglesia de Roma no tiene ningún uso para la Palabra de Dios excepto para pisotearla debajo de sus pies y prohibir mencionarla aun en el acta solemne de sumisión.
Cuando pedí al obispo que me diera la forma precisa de la sumisión que él quería de nosotros, me respondió: Déme una acta de sumisión sin ninguna condición y prométeme que harán todo lo que yo les mande. Yo repliqué: Lo que usted me pide no es una acta de sumisión, sino una acta de adoración. ¡Nunca se la daré! Si es así, dijo, no puedes seguir siendo un sacerdote Católico-romano... Yo levanté mis manos al cielo y con una voz fuerte y alegre dije: Bendito sea el Dios Todopoderoso para siempre!
Luego, les conté algo de mi desolación al estar a solas en mi habitación, de la montaña de granito, de mis lágrimas y de mi desesperación. También les dije cómo mi ensangrentado y moribundo Salvador crucificado me había comprado el perdón de mis pecados y cómo me había dado la salvación como un don y cuán rico y feliz me sentía en ese Don. Entonces les hablé acerca de sus propias almas.
Substancialmente, les dije: Yo les respeto demasiado para imponerme sobre sus conciencias honestas o dictar lo que deben hacer en esta ocasión tan solemne. Creo que la hora ha venido para que yo haga un gran sacrificio. Tengo que irme de ustedes, pero no me iré sin que ustedes digan que me vaya. Serán ustedes mismos quienes romperán los lazos tan queridos que nos han unido.
Por favor, pongan atención en estas mis palabras de despedida: Si ustedes piensan que es mejor seguir al Papa que a Cristo; mejor confiar en las obras de sus manos, en sus propios méritos que en la sangre del Cordero derramada en la cruz para ser salvos; si ustedes piensan que es mejor seguir las tradiciones de los hombres que al Evangelio; y si ustedes piensan que es mejor tener un sacerdote de Roma que les mantendrá atados a los pies de los obispos y quien les predicará las ordenanzas de hombres, en lugar de tenerme a mí predicándoles únicamente la pura Palabra de Dios, díganmelo poniéndose de pie y yo me iré.
La capilla se llenó de sollozos, lágrimas fluían de todo ojo, pero ni siquiera uno se movió para decirme que me fuera de ellos. Yo estaba perplejo. Había esperado que muchos, iluminados por las copias del Nuevo Testamento que repartí entre ellos, cansados de la tiranía de los obispos y repugnados por las supersticiones de Roma, felizmente romperían el yugo de Roma conmigo para seguir a Cristo, pero tenía el temor de que muchos no se atreverían romper su lealtad a la Iglesia y abandonar públicamente su autoridad.
Después de algunos momentos de silencio durante los cuales mezclé mis lágrimas y sollozos con los de la congregación, me llené de asombro. Vi un cambio misterioso en sus rostros. Ellos hablaban con lágrimas en sus ojos y sus caras varoniles irradiaban de gozo. Sus sollozos me dijeron que se llenaron de nueva luz y fortaleza, dispuestos a hacer los sacrificios más heroicos para seguir a Cristo y solamente a él. Esas caras valientes, honestas y felices me decían más elocuentemente que palabras: Nosotros creemos en el Don. Queremos ser ricos, felices, libres y salvos en el Don. No queremos otra cosa; permanezca entre nosotros y enséñanos a amar tanto al Don como al Dador.
Con gozo y esperanza inexpresable, les dije: Mis queridos compatriotas, el Dios Todopoderoso quien me dio su luz salvadora ayer, puede concederles a ustedes lo mismo hoy. El puede salvar a mil almas al igual que a una. Yo veo es sus caras nobles y Cristianas que ustedes no quieren ser más los esclavos de los hombres. Ustedes quieren ser los libertados hijos de Dios, inteligentes seguidores del Evangelio. La luz está resplandeciendo y a ustedes les gusta. ¡El Don de Dios ha sido dado a ustedes! Que todos los que piensan que es mejor seguir a Cristo que al Papa; que es mejor seguir la Palabra de Dios que las tradiciones de los hombres; todos ustedes que quieren que yo permanezca entre ustedes y que les predique únicamente la Palabra de Dios tal como la hallamos en el Evangelio de Cristo, díganmelo, poniéndose de pie.
¡Sin una sola excepción, se levantó toda esa multitud! Más de mil de mis compatriotas rompieron para siempre sus grillos. ¡Ellos cruzaron el mar Rojo y cambiaron la servidumbre de Egipto por las bendiciones de la tierra prometida!