Cada vez que tuve cita con el Presidente Lincoln, yo me preguntaba: ¿Cómo pudieron juntarse en un mismo hombre pensamientos tan elevados y la sencillez de niño? Después de mis entrevistas con él, muchas veces yo me decía: ¿Cómo se habrá elevado tan fácilmente este ferroviario a las esferas más altas de filosofía y pensamiento humano?
El secreto es que Lincoln había pasado una gran parte de su vida en la escuela de Cristo y meditaba en sus enseñanzas sublimes a un grado no sospechado por el mundo. Yo hallé en él la más perfecta clase de Cristianismo que jamás había visto.
No era ni estrictamente Presbiteriano, ni Bautista ni Metodista, sino la incorporación de lo más perfecto y Cristiano en ellos. Su religión era la misma esencia de lo que Dios desea en el hombre. De Cristo mismo aprendió a amar a Dios y a su prójimo como también de Cristo aprendió la dignidad y valor del ser humano. Todos sois hermanos, e hijos de Dios fue su gran lema.
Del Evangelio aprendió los principios de igualdad fraternal como también del Evangelio aprendió esa sublime sencillez de niño que siempre ganó el afecto y la admiración de todos. Podría citar muchos hechos para ilustrar esto, pero sólo daré uno tomado de las Memorias del Sr. Bateman, Superintendente de Instrucción Pública del Estado de Illinois:
El Sr. Lincoln pausó por largos minutos, su rostro cargado de emoción. Luego, se levantó y caminó de un lado al otro de la sala de recepción en un esfuerzo para retener o ganar nuevamente su dominio propio. Por fin, se detuvo y dijo con una voz temblorosa y sus mejillas mojadas de lágrimas: Yo sé que hay un Dios y que él aborrece la injusticia y la esclavitud. Yo veo que viene una tempestad y sé que su mano está en ella. Si él tiene un lugar y trabajo para mí y pienso que sí lo tiene, ¡Creo que estoy listo! Yo no soy nada, pero la verdad es todo. Sé que tengo la razón y sé que la libertad tiene la razón, porque Cristo lo enseña y Cristo es Dios. Yo les he dicho que una casa dividida contra sí misma no puede permanecer y Cristo y la razón dicen lo mismo. A Douglas no le importa si vota a favor o en contra de la esclavitud, pero a Dios sí le importa y con la ayuda de Dios no fracasaré. Quizás no veré el fin, pero vendrá y seré vindicado y aquellos hombres verán que no leyeron bien sus Biblias. ¿No parece extraño que los hombres pueden ignorar el aspecto moral de este conflicto? Una revelación no lo podrá hacer más claro: que será destruido o la esclavitud o el gobierno. El futuro sería algo terrible según yo lo veo si no fuera por esta ROCA en que estoy firmemente cimentado (refiriéndose al Evangelio que llevaba en la mano). Parece como si Dios ha tolerado la esclavitud hasta que los mismos maestros de la religión han llegado a usar la Biblia para defenderla y reclamar que tiene el carácter y la sanción divina. Pero ahora, la copa de iniquidad está llena y las copas de la ira serán derramadas.
El Sr. Bateman añadió: Después de esto, siguió un largo discurso, dicho con un tono profundo, tierno, religioso y teñido con melancolía conmovedora. Después de más referencias a fe en la providencia divina y el hecho de Dios en la Historia, la conversación volvió a la oración. Abiertamente expresó su creencia en el deber, privilegio y eficacia de la oración. Intimó en términos inequívocas que él de esta manera buscaba la guianza y el favor de Dios.
El efecto de esta conversación en la mente del Sr. Bateman, un caballero Cristiano a quien Lincoln respetaba profundamente, era convencerlo que el Sr. Lincoln, de su manera quieta, había encontrado el camino del punto de vista Cristiano, que había encontrado a Dios y descansaba en su verdad eterna. Cuando los dos hombres se despedían, el Sr. Bateman contestó: Yo no suponía que usted pensaba tanto en estos temas. Seguramente sus amigos, en general, ignoran los sentimientos que usted me ha expresado.
Pronto respondió: Yo sé que lo ignoran, pero pienso más en estas cosas que en todas las demás y así lo he hecho por años y quiero que usted lo sepa.
Más de una vez sentí como si estuviera en la presencia de uno de los antiguos profetas al escuchar sus opiniones sobre los destinos futuros de los Estados Unidos. En una de mis últimas entrevistas con él, me llenó de una admiración difícil de expresar cuando oí las siguientes opiniones y predicciones:
Los líderes del Sur en esta guerra civil son parecidos a las ruedas grandes y chicas de los carros del ferrocarril. Los que ignoran las leyes de la mecánica han de pensar que las ruedas fuertes y ruidosas que ellos ven son la fuerza motriz, pero se equivocan. La verdadera fuerza motriz no se ve, está silenciosa y bien oculta en la oscuridad dentro de placas de hierro. La fuerza motriz son las pocas cubetas de agua calentadas en vapor y que a su vez está dirigida por el pequeño, silencioso, pero inerrante dedo del ingeniero.
La gente común ve y oye las grandes y ruidosas ruedas de la Confederación del Sur. Los llamen Jeff Davis, Lee, Toombs, Beauregard, Semmes, etc. y honestamente creen que ellos son la fuerza motriz y la causa principal de nuestros problemas, pero esto es un error. La verdadera fuerza motriz está en secreto, detrás de los gruesos muros del Vaticano, los colegios y escuelas de los Jesuitas, los conventos de las monjas y los confesionarios de Roma.
Hay un hecho demasiado ignorado por la gente americana el cual he conocido sólo desde que llegué a ser Presidente y es que las mejores y principales familias del Sur reciben su educación, en gran parte si no enteramente, de los Jesuitas y las monjas. Las ideas degradantes de esclavitud, soberbia y crueldad son como una segunda naturaleza en esa gente; y por tanto, hay esa falta de honestidad, humanidad y ese odio implacable contra los principios de igualdad y libertad como las hallamos en el Evangelio de Cristo. No ignoramos que los primeros colonizadores de Louisiana, Florida, New México, Texas, California Sur y Missouri eran Católico-romanos y que sus primeros maestros eran Jesuitas. Es cierto que esos estados han sido conquistados o comprados por nosotros, pero Roma ya había inyectado el virus mortal de sus máximas anti-sociales y anti-cristianas en las venas de la gente antes que llegaron a ser ciudadanos americanos. Desgraciadamente, los Jesuitas y las monjas, en gran parte, siguen siendo los maestros de esa gente. Ellos continúan, de una manera silenciosa pero eficiente, propagando su odio contra nuestras instituciones, nuestras leyes, nuestras escuelas, nuestros derechos y nuestras libertades de tal manera que este terrible conflicto entre el Norte y el Sur fue inevitable. Como dije antes, es al papado a quien debemos esta terrible guerra civil.
Me hubiera reído del hombre que me dijera eso antes que llegué a ser Presidente. Pero el Profesor Morse ha abierto mis ojos sobre ese tema y ahora veo ese misterio. Entiendo que la ingeniería del infierno, que aunque invisible e insospechada por la nación, está poniendo en movimiento las grandes, pesadas y ruidosas ruedas de los carros de la Confederación del Sur. Nuestra gente todavía no está lista para aprender y creer estas cosas y quizás no es el tiempo apropiado para iniciarla en estos misterios del infierno. Sería echar aceite al fuego que ya está bastante destructivo.
Tú eres la única persona con quien puedo hablar abiertamente sobre este tema, pero tarde o temprano la nación sabrá el verdadero origen de esos ríos de sangre y lágrimas que están propagando desolación y muerte dondequiera y luego los que han causado esas desolaciones y desastres serán llamados a dar cuenta de ellos.
Muchos de los que se acercaban a Abraham Lincoln sintieron que había en él un espíritu profético y que siempre andaba y actuaba con el pensamiento de Dios en su mente y solamente en vista de hacer Su voluntad y trabajar para Su gloria. Hablando de los esclavos, dijo un día a su gabinete: Hice un voto solemne delante de Dios que si hacen retroceder al General Lee de Pennsylvania, yo coronaré el resultado con la proclamación de libertad a los esclavos.
Tendría que escribir varios tomos en lugar de un corto capítulo, si diera todos los hechos que he juntado sobre la piedad sincera y profunda de Abraham Lincoln. Sin embargo, no puedo omitir su admirable y solemne acta de fe en la eterna justicia de Dios que expresó en las últimas palabras de su último discurso inaugural del 4 de marzo de 1865:
Sinceramente esperamos y fervientemente oramos que rápidamente pasará este terrible azote de guerra. Sin embargo, si Dios quiere que continúe hasta que se acaben todas las riquezas acumulados por los 250 años de labor no recompensado a los esclavos, y hasta que cada gota de sangre sacada por el látigo sea pagada por otra derramada por la espada, lo que fue dicho hace tres mil años, será proclamado nuevamente: Los juicios del Señor son verdad, todos justos.
Estas palabras sublimes saliendo de los labios del Cristiano más grande que Dios jamás puso como cabeza de una nación, sólo días antes de su martirio, enviaron escalofríos de asombro por todo el mundo.
El 6 de abril de 1865, el Presidente Lincoln fue invitado por el General Grant a entrar en Richmond, el capital de los estados rebeldes que él acababa de capturar. El 9 de abril, el ejército de Lee, rodeado por las legiones victoriosas de los soldados de la libertad, fue forzado a entregar sus armas y sus banderas a los pies de los generales de Lincoln. El día 10, el Presidente victorioso se dirigió a una inmensa multitud de ciudadanos en Washington, invitándola a dar gracias a Dios y a los ejércitos por las victorias gloriosas de los últimos días y por la bendita paz que seguirá a estos cinco años de estragos.
El estaba en la cumbre de la montaña de Pisga y aunque había orado fervientemente que pudiera cruzar el Jordán y entrar con este pueblo a la tierra prometida que tanto anhelaba, su petición no le fue concedida. La respuesta había venido del cielo: ¡Tú no cruzarás el Jordán, ni entrarás en la tierra prometida que está ahí tan cerca; tienes que morir por amor a tu nación!
Los labios, el corazón y el alma del nuevo Moisés estaban todavía repitiendo las palabras sublimes: Los juicios del Señor son verdad, todos justos. cuando el asesino Jesuita, Booth, le asesinó el 14 de abril de 1865, a las 10:00 p.m.
Escuchemos al historiador elocuente, Abbot, sobre ese triste evento:
En medio de éxito sin paralelo y mientras todas las campanas de la nación sonaban de gozo, nos sobrevino una calamidad que inundó al país en asombro y temor. Por la noche del viernes, el 14 de abril, el Presidente Lincoln asistió al teatro Ford en Washington. El estaba sentado quieto en su palco escuchando el drama cuando un hombre entró por la puerta posterior del pasillo que conducía a su palco, cerrando la puerta tras él. Acercándose al Presidente, sacó de su bolsa una pequeña pistola y le tiró por detrás en la cabeza. Mientras caía el Presidente, inconsciente y mortalmente herido, los gritos angustiosos de su esposa, quien estaba sentada a su lado, penetraron los oídos de todos. El asesino saltó del palco de una altura de tres metros y cruzó corriendo por el escenario con la cabeza descubierta blandiendo una daga, exclamando: ¡Sic Semper Tyrannis! Y desapareció detrás del escenario por un lado. Hubo un momento de asombro silencioso, entonces, siguió una escena de confusión que sería en vano tratar de describir.
El Presidente moribundo fue llevado a una casa cercana y colocado en una cama. ¡Qué tremenda escena se presentó en esa habitación! ¡El líder de una poderosa nación quedó ahí postrado, inconsciente, empapado de sangre, sus cesos rezumando por su herida! Sumner, Farwell, Colfax, Stanton y muchos otros estaban ahí, llenos de congoja y asombro.
El cirujano, General Barnes, solemnemente examinó la herida. Había un silencio sepulcral; la vida o la muerte de la nación parecía depender del resultado. El General Barnes levantó sus ojos con tristeza y dijo: ¡La herida es mortal!
¡Ay, no, General! ¡No, no! gritó el Secretario Stanton y dejándose caer pesadamente en un sillón, cubrió su rostro y lloró como un niño. El Senador Sumner tiernamente detenía la cabeza del mártir inconsciente y aunque estaba desacostumbrado a llorar, sollozó como si su gran corazón rompiera. En su angustia, su cabeza caía sobre la almohada teñida de sangre y sus cabellos negros se mezclaban con los del víctima moribunda que los cuidados y tareas habían cambiado en gris y que la sangre había enrojecido. ¡Qué escena! Sumner quien había sobrevivido meses de agonía después de ser golpeado por el mazo de la esclavitud, ahora estaba llorando y desmayándose de angustia sobre la forma postrada de su amigo a quien la esclavitud había matado. Esta vil rebelión después de inundar la tierra en sangre, se culminó en un crimen que horroriza a todas las naciones.
El noble Abraham, verdadero descendiente del Padre de los fieles, honesto en cualquier encomienda; humilde como un niño; con un corazón tierno como el de una madre; que no podía soportar dañar a su enemigo más venenoso; a quien en la hora de triunfo, le entristeció que los sentimientos de sus adversarios fueran heridos por su derrota; con caridad hacia todos y malicia hacia ninguno; dotado con sentido común, inteligencia insuperable, y con un poder de intelecto que le dio el poder para luchar contra los más gigantes oponentes en los debates; desarrollando habilidades como jefe de estado que ganó la gratitud de su país y la admiración del mundo; con gracia y amabilidad que le atraían a todos los de corazón generoso; murió por el balazo de un asesino.
Pero, ¿Quién fue el asesino? Booth no era más que el instrumento de los Jesuitas. Fue Roma quien dirigió su mano, después de corromper su corazón y su alma.
Después que mezclé mis lágrimas con las de mi gran país de adopción, caí de rodillas y pedí a Dios que me permitiera mostrar al mundo la verdad de que ese crimen horrible fue la obra del papado. Y después de 20 años de constantes y muy difíciles investigaciones, vengo hoy confiadamente ante el pueblo americano para afirmar y comprobar que el Presidente Abraham Lincoln fue asesinado por los sacerdotes y los Jesuitas de Roma.
En el libro de los testimonios dados en la acción judicial contra el asesino de Lincoln, publicado por Ben Pittman y en los dos tomos del juicio de John Surratt de 1867, tenemos la prueba legal e irrefutable que el complot de los asesinos de Lincoln fue madurado e iniciado en la casa de Mary Surratt, 561 H Street, Washington, D.C. Los testimonios jurados muestran que ahí fue el lugar de reunión común de los sacerdotes de Washington. ¿Qué es lo que revela al mundo la presencia de tantos sacerdotes en esa casa? Ningún hombre de sentido común, que sepa algo acerca de los sacerdotes de Roma, puede dudar que ellos eran los asesores, consejeros y el alma misma de ese complot infernal.
Esos sacerdotes, quienes eran los amigos personales y los confesores de Booth, John Surratt, Sra. y Srita. Surratt, no podían estar constantemente ahí sin saber lo que sucedía, especialmente cuando sabemos que cada uno de ellos eran rebeldes y rabiosos de corazón. Cada uno de esos sacerdotes, sabiendo que el Papa infalible había llamado a Jeff Davis su querido hijo y que había puesto a la Confederación del Sur bajo su protección, estaba obligado a creer que la cosa más santa que un hombre pudiera hacer era luchar por la causa del Sur, destruyendo a todos sus enemigos.
Lean la historia del asesinato del Admiral Coligny, Enrique III, Enrique IV y Guillermo el Taciturno por los asesinos asalariados de los Jesuitas. Compárenlos con el asesinato de Abraham Lincoln y descubrirán que aquéllos se asemejan a éste como dos gotas de agua. ¡Comprenderán que todos vienen de la misma fuente, Roma!
Los asesinos seleccionados y entrenados por los Jesuitas eran de la más exaltada piedad Católico-romana, viviendo en la compañía de sacerdotes, confesándose frecuentemente, recibiendo la comunión el día antes, si no el mismo día del asesinato. Verán que los asesinos se consideraban los instrumentos de Dios para salvar a la nación derrumbando a su tirano y que ellos creían firmemente que no era pecado matar al enemigo del pueblo, de la Santa Iglesia y del Papa infalible.
Booth, sufriendo los dolores más terribles de su pierna fracturada, escribe en su memorándum diario, el día justo antes de su muerte: Nunca puedo arrepentirme, aunque detesto matar. Nuestro país debió todos sus problemas a él (Lincoln) y Dios sencillamente me hizo el instrumento de su castigo.
¿Quién supondría que Jeff Davis habría llenado la mente y el corazón de Booth con esa soberbia y fanatismo religioso? Es cierto que Jeff Davis ofreció dinero para armar sus nervios con la esperanza de enriquecerse. Los testimonios sobre esa oferta dicen que había ofrecido un millón de dólares. Ese archi-rebelde podía ofrecer dinero, pero sólo los Jesuitas podían seleccionar y entrenar a los asesinos y prometerlos una corona de gloria en el cielo si ellos mataban al autor del derramamiento de sangre, el famoso renegado y apóstata, el enemigo del Papa y de la Iglesia: Lincoln.
¿Quién no puede ver las lecciones dadas por los Jesuitas a Booth en sus comunicaciones diarias en la casa de Mary Surratt, cuando se leen los renglones escritos por Booth pocas horas antes de su muerte: Nunca puedo arrepentirme; Dios me hizo el instrumento de su castigo.? Comparen estas palabras con las doctrinas y principios enseñados por los concilios, los decretos del Papa y las leyes de la Santa Inquisición. y descubrirán que los sentimientos y creencias de Booth fluyen de esos principios como el río fluye de su origen.
Esa piadosa Srta. Surratt, quien al día siguiente del asesinato de Lincoln, en la presencia de varios testigos, dijo sin ser reprendida: La muerte de Abraham Lincoln no es más que la muerte de algún negro en el ejército. ¿Dónde adquirió esa máxima si no fue de su Iglesia? ¿No había proclamado recientemente esa Iglesia, por medio de su más alta autoridad legal y civil, el devoto juez Católico-romano Taney, en su decisión Dred-Scott, que los negros no tienen ningún derecho que el hombre blanco está obligado a respetar? Al bajar al Presidente al nivel del negro más despreciable, Roma afirmaba que no tenía ni el derecho de vivir.
Lean el testimonio de la Sra. Mary Surratt (pgs. 122- 123) y verán como los Jesuitas le habían entrenado perfectamente en el arte de perjurarse. En el momento mismo cuando el oficial del gobierno arrestó a ella y a su hija, como a las 10:00 p.m., Payne, el supuesto asesino de Seward, llamó a la puerta deseando ver a la Sra. Surratt. Pero, al abrir la puerta, en lugar de ver a la Sra. Surratt, fue confrontado cara a cara con el investigador del gobierno, el Mayor Smith, quien juró: Le interrogué en cuanto a su oficio y qué asunto tenía en esa casa a esa hora tan avanzada de la noche. El respondió que era un obrero y que había venido para cavar una zanja a petición de la Sra. Surratt.
Fui a la puerta de la sala y dije: Señora Surratt, pase aquí un momento por favor. Ella salió y le pregunté: ¿Conoce usted a este hombre y le contrató para que viniera a cavar una zanja? Ella contestó, levantando su mano derecha: Delante de Dios, señor, no conozco a este hombre y no le he contratado para cavar ninguna zanja.
Pero fue comprobado después por varios testigos irreprochables que ella sabía muy bien que Payne era un amigo personal de su hijo que muchas veces había venido a su casa en compañía de su amigo preferido, Booth. Ella había comulgado unos dos o tres días antes de ese perjurio público. ¿Podría Jeff Davis haber impartido semejante calma religiosa y dominio propio a esa mujer cuando sus manos acaban de ser enrojecidas con la sangre del Presidente e iba camino al juicio? ¡No! Tanta calma en su alma en semejante hora solemne sólo podía venir de las enseñanzas de aquellos Jesuitas, quienes por más de seis meses estuvieron en su casa mostrándole un corona de gloria eterna si ella ayudara a matar al monstruoso apóstata, Lincoln, la única causa de esa horrible guerra civil. No hay la menor duda que los sacerdotes habían convencido perfectamente a Mary Surratt y a Booth que el asesinato de Lincoln era la obra más santa y meritoria para la cual Dios había reservado una recompensa eterna.
Hay un hecho en el cual el pueblo americano no ha puesto suficiente atención: Sin una sola excepción, todos los conspiradores eran Católico-romanos. El instruido y gran patriota General Baker, en su admirable informe, extrañado y asombrado por ese misterioso y portentoso hecho, dijo: Menciono como un hecho notable y excepcional que cada conspirador es, de educación, Católico.Sin embargo, estas palabra descendieron sobre oídos sordos. Es cierto que algunos de ellos como Atzeroth, Payne, y Harold pidieron ministros Protestantes cuando fueron ahorcados, pero en la página 437 de El Juicio de John Surratt Luis Weichman nos dice que él asistía a la Iglesia de St. Aloysian con Atzeroth y que ahí conoció al Sr. Brothy (otro Católico-romano).
Es un hecho auténtico que Booth y Weichman eran Protestantes pervertidos al Romanismo. Ellos a su vez proselitizaron a un buen número de semi-protestantes y ateos quienes por convicción o por la esperanza de riquezas prometidas por los asesinos exitosos, eran muy celosos por la Iglesia de Roma. Payne, Atzeroth y Harold contaban entre esos prosélitos, pero cuando esos homicidas iban a aparecer ante la nación para recibir el justo castigo por su crimen, los Jesuitas eran demasiado astutos como para ignorar que si todos fueran ahorcados como Católico-romanos acompañados por sus confesores, se abrirían en seguida los ojos del pueblo americano y claramente mostraría que fue un complot Católico-romano. Ellos convencieron a tres de sus prosélitos a valerse de los principios teológicos de la Iglesia de Roma que enseñan que es permitido a un hombre ocultar su religión o aun decir que es un hereje, un Protestante, siempre que sea ventajoso para él o para el mejor interés de la Iglesia ocultar la verdad y engañar a la gente. Aquí está la doctrina de Roma sobre ese tema: Frecuentemente es para la mayor gloria de Dios y el bien de nuestro prójimo ocultar nuestra fe en lugar de confesarla. Por ejemplo, si ocultándola entre herejes podrías lograr más bien o si por declarar nuestra religión, más males sigan, por ejemplo: grandes adversidades, muerte, o la hostilidad de un tirano. (Ligorio, Theologia Moralis, t. ii n. 14, p.117 Mechlin, 1845). Los Jesuitas nunca tuvieron mayor razón para sospechar que la declaración de su religión les dañaría y excitaría la ira de su tirano, el pueblo americano.
Lloyds, en cuya casa la Sra. Surratt escondió la carabina que Booth quería para protegerse, justo después del asesinato, cuando huía hacia los estados del Sur, era un firme Católico-romano. El Doctor Mudd, en cuya casa se detuvo Booth para vendar su pierna fracturada, era Católico-romano, como también era Garrett, en cuyo establo Booth fue hallado y fusilado. ¿Por qué? Porque así como Jeff Davis era el único hombre que pagaría un millón de dólares al que asesinara a Abraham Lincoln, los Jesuitas fueron los únicos que seleccionaron a los asesinos y prepararon todo para protegerlos después de su acto diabólico y no pudieron encontrar a semejantes asesinos y cómplices excepto entre sus ciegos y fanáticos esclavos.
El gran error fatal del gobierno americano en el juicio de los asesinos de Abraham Lincoln fue encubrir el elemento religioso de ese drama terrible. Pero la relación religiosa fue cuidadosamente evitado durante todo el procesamiento. Poco después de la ejecución de los asesinos, visité incógnito a Washington para empezar mi investigación. No me sorprendí al ver que ningún oficial del gobierno se atrevía a discutirlo conmigo antes de darle mi palabra de honor que nunca mencionaría su nombre. Vi con profunda angustia que la influencia de Roma era casi absoluta en Washington. No podía hallar ni un solo líder del gobierno dispuesto a confrontar a esa influencia infame ni luchar contra ella.
Varios líderes del gobierno me dijeron en confianza: No tenemos la menor duda que los Jesuitas estaban al fondo de esa gran iniquidad. Temimos, a veces, que esto saldría tan claro ante el tribunal que sería imposible ocultarlo de la vista.Esto no fue por cobardía como usted supone, sino por una sabiduría que usted debe aprobar aunque no lo puede apreciar. Si estuviéramos en días de paz, sabemos que con un poco más de presión, muchos de los sacerdotes hubieran sido implicados, porque la casa de la Sra. Surratt era su lugar común de reunión y lo más probable es que varios de ellos hubieran sido ahorcados. Pero la guerra civil apenas ha terminado; la Confederación, aunque derrotada, todavía vive en los corazones de millones. Homicidios y elementos formidables de discordia todavía se ven dondequiera, a los cuales el ahorcamiento o exilio de esos sacerdotes daría nueva vida. Alboroto tras alboroto acompañaría y seguiría su ejecución. Pensamos que hemos tenido suficiente de sangre, fuego, devastaciones y malos sentimientos. Todos anhelamos los días de paz que el país tanto necesita. Concluimos que está en el mejor interés de la humanidad castigar solamente a los que eran pública y visiblemente culpables para que el veredicto recibiera la aprobación de todos sin incitar nuevos malos sentimientos. Permítenos decirle también que no hay nada que más temen los buenos y grandes hombres que armar a los Protestantes contra los Católicos y los Católicos contra los Protestantes.
Pero si alguien tenga alguna duda de la complicidad de los Jesuitas en el asesinato de Abraham Lincoln, que examine el plan de escapatoria muy elaborado preparado por los sacerdotes de Roma para salvar las vidas de los asesinos y conspiradores. John Surratt estaba en Washington, el día 14 de Abril, ayudando a Booth a perpetrar el asesinato. El sacerdote Charles Boucher juró que sólo unos pocos días después del asesinato, John Surratt fue enviado a él por el Padre Lapierre de Montreal y que él le ocultó en su casa parroquial de St. Liboire desde fines de abril hasta fines de julio. Luego, él lo regresó secretamente al Padre Lapierre, quien le ocultó secretamente en la casa de su propio padre, bajo la sombra misma del palacio del obispo de Montreal. El juró que el Padre Lapierre visitaba frecuentemente a Surratt cuando estaba en St. Liboire y que el Padre Boucher le visitaba por lo menos dos veces por semana desde fines de julio hasta septiembre cuando fue ocultado en la casa del Padre Lapierre en Montreal.
Ese mismo Padre Charles Boucher juró que él acompañó a John Surratt en compañía del Padre Lapierre al buque de vapor Montreal que salía rumbo a Qüebec; que el Padre Lapierre le guardó a Surratt, encerrado con llave, durante el viaje entre Montreal y Qüebec; y que le acompañó disfrazado del buque Montreal al buque de vapor oceánico Peruvian. El médico del buque Peruvian, L.I.A. McMillan juró que el Padre Lapierre le presentó a John Surratt con el nombre falso de McCarthy a quien él guardó encerrado en su camarote hasta que el buque salió de Qüebec rumbo a Europa, el 15 de septiembre de 1865.
Pero, ¿Quién es ese Padre Lapierre quien da un cuidado tan tierno y paternal a Surratt? No es menos que el canónigo del Obispo Bourget de Montreal, el hombre de confianza del obispo que vive con el obispo; come en su mesa; le asista con su consejo y recibe su consejo en cada paso de la vida. Según las leyes de Roma, los canónigos son para el obispo lo que los brazos son para el cuerpo.
Ahora pregunto: ¿No es evidente que los obispos y sacerdotes de Washington confiaron a este asesino al cuidado de los obispos y sacerdotes de Montreal para que ellos le ocultaran, le sustentaran y lo protegieran por casi seis meses bajo la sombra misma del palacio del obispo? ¿Hubieran hecho eso si no fueran sus cómplices? ¿Por qué le cuidaban tan constantemente día y noche si no temieran que él les transigiera por una palabra indiscreta?
Pero, ¿Adónde enviarán esos obispos y sacerdotes de Canadá a John Surratt cuando se dan cuenta que es imposible ocultarlo más de los miles de detectives de los Estados Unidos que están registrando a Canadá para descubrir su escondite? ¿Quién supondría que nadie, sino el Papa mismo y sus Jesuitas protegerán al asesino de Abraham Lincoln en Europa? Si quieren verlo después que cruzó el océano, vayan a Vitry, a la puerta de Roma, donde se ingresó bajo las banderas del Papa en la compañía novena de sus Zuavos, bajo el nombre falso de Watson. Por supuesto, el Papa fue forzado a quitarle su protección después que el gobierno de los Estados Unidos lo encontró ahí y de donde lo trajo a Washington para ser juzgado.
Pero al llegar como prisionero a los Estados Unidos, su confesor Jesuita le susurró al oído: ¡No temas, no serás condenado! Por medio de la influencia de una distinguida dama Católico-romana, dos o tres miembros del jurado serán Católico-romanos y estarás seguro. Los que han leído los dos tomos del juicio de John Surratt saben que nunca se presentaron más pruebas inequívocas de culpabilidad contra algún asesino. Esos miembros del jurado fueron informados por sus confesores que el Papa Gregorio VII había declarado solemne e infaliblemente: Matar a un hereje no es homicidio (Jure Canonico).
Después de recibir semejante enseñanza, ¿Cómo podrían los jurados Católico-romanos condenar a John Surratt como culpable de homicidio, puesto que mató al hereje Lincoln? No pudiendo llegar a ningún acuerdo el jurado, ningún veredicto pudo ser sentenciado y el gobierno fue forzado a poner en libertad al asesino, sin castigo.
Pero cuando los enemigos irreconciliables de todos los derechos y libertades de los hombres estaban felicitándose por sus esfuerzos exitosos en salvar la vida de John Surratt, el Dios del Cielo estaba imprimiendo en sus frentes la marca de homicida de tal manera que todo ojo lo vería.
Hace algún tiempo, providencialmente conocí al Rev. Sr. F.A. Conwell en Chicago. Cuando supo que yo estaba investigando los hechos sobre el asesinato de Abraham Lincoln, me dijo que él conocía un hecho que tal vez iluminaría el tema.
El mismo día del asesinato, dijo, yo estaba en la aldea Católico-romana de St. Joseph, Minnesota. Como a las 6:00 p.m., me dijo un Católico-romano, quien era el abastecedor de un gran número de sacerdotes de esa aldea donde tienen un monasterio, que el Secretario de Estado Seward y el Presidente Lincoln acaban de ser asesinados. Esto me fue dicho en presencia de un caballero muy respetado llamado Bennett quien no fue menos asombrado que yo, puesto que no había vías de ferrocarril más cerca de 40 millas y el telégrafo más cerca estaba a una distancia de 80 millas. Por tanto, no comprendíamos cómo semejante noticia podía conocerse en ese lugar.
Al día siguiente, el 15 de abril, fui a St. Cloud, un pueblo como a 12 millas de distancia, donde tampoco había ni ferrocarril ni telégrafo. Comenté a varias personas que me habían dicho en la aldea sacerdotal de St. Joseph que Abraham Lincoln y el Secretario Seward habían sido asesinados. Ellos respondieron que no habían escuchado nada acerca de eso. Pero, el próximo domingo, el 16 de abril, cuando fui a predicar en la iglesia de St. Cloud, un amigo me entregó la copia de un telegrama, enviado el sábado, informando que Abraham Lincoln y el Secretario Seward habían sido asesinados el día anterior, es decir, el viernes 14 a las 10:00 p.m.
Pero, ¿Cómo pudo un abastecedor Católico-romano de los sacerdotes de St. Joseph haberme dicho la misma cosa delante de varios testigos sólo cuatro horas antes que ocurrió?Pregunté a ese caballero si tuviera la bondad de darme ese hecho bajo juramento para que pudiera usarlo en el informe que tenía la intención de publicar acerca del asesinato de Abraham Lincoln y él amablemente me concedió mi petición.
Sentí que este testimonio sería mucho más valioso si fuera corroborado por los testimonios de los Srs. Bennett y Linneman. Inmediatamente escribí a un magistrado para ver si vivían aún para poder preguntarles si se acordaban de los hechos jurados por el Rev. Sr. Conwell. Por la buena voluntad de Dios los dos vivían aún.
El Sr. Bennett estaba dispuesto a dar testimonio juramentado verificando la historia del Sr. Conwell. El Sr. Linneman afirmó que sí recordaba cuando los Sres. Bennett y Conwell estuvieron en su tienda (en St. Joseph, Minnesota) la tarde del viernes que el Presidente fue asesinado; que él les preguntó si habían oído de los asesinatos y que ellos respondieron que no; y que él les dijo que él había oído este rumor en su tienda de gente que entraba y salía, pero no se acordaba de quien.
Yo presento al mundo un hecho austero tan claramente corroborado que no admite ninguna posibilidad de duda. Tres o cuatro horas antes que Lincoln fue asesinado en Washington, el 14 de abril de 1865, ese asesinato, no sólo fue conocido por alguien, sino fue circulado y comentado en las calles y en las casas de la aldea sacerdotal y romanista de St.Joseph, Minnesota a pesar de que el ferrocarril y la oficina de telégrafos más cerca de St. Joseph estaban a una distancia de 40 y 80 millas respectivamente. Los hechos son innegables y los testimonios son inmutables.
Naturalmente todos preguntan: ¿Cómo pudiera conocerse semejante noticia? ¿Dónde se originó ese rumor? El Sr. Linneman, quien es un Católico-romano, nos dice que aunque él oyó el rumor de muchos en su tienda y en las calles, él no recuerda el nombre de ni una sola persona que se lo haya dicho. Cuando oímos esto de él, comprendemos por qué no se atrevió a jurarlo. Se echó hacia atrás ante la idea de perjurarse. ¿Cómo es posible que tenga tan mala memoria cuando recuerda tan bien los nombres de dos extranjeros, los Srs. Conwell y Bennett? Pero si la memoria del Sr. Linneman está tan deficiente sobre ese tema, nosotros podemos ayudarle y decirle con una precisión matemática:
¡Usted recibió la noticia de sus sacerdotes de St. Joseph! La conspiración que costó la vida del Presidente martirizado fue preparada por los sacerdotes de Washington en la casa de Mary Surratt, 561 H Street. Los sacerdotes de St. Joseph visitaban frecuentemente a Washington y probablemente se hospedaban en la casa de la Sra. Surratt, como también los sacerdotes de Washington visitaban a sus hermanos sacerdotes en St. Joseph. Estaban en comunicación diaria los unos con los otros; eran íntimos amigos y no había secretos entre ellos. Además, no hay secretos entre sacerdotes, porque son miembros del mismo cuerpo y ramas del mismo árbol. Tanto los detalles del complot del asesinato como el día escogido para ser perpetrado eran bien conocidos tanto por los sacerdotes de St. Joseph como por los de Washington. ¡La muerte de Lincoln fue un evento muy glorioso para esos sacerdotes! ¡Ese tirano sangriento, ese infame hereje y ateo recibiría, por fin, el justo castigo por sus crímenes, el día 14 de abril! ¡Cuán gloriosas noticias! ¿Cómo podrían los sacerdotes ocultar ese evento tan gozoso de su íntimo amigo, el Sr. Linneman? Pues él era un hombre de confianza, era su abastecedor; entre los fieles de St. Joseph, él era su mano derecha. Ellos pensaron que serían culpables de falta de confianza si no le contaran todo lo relacionado con el evento glorioso de ese gran día. Pero por supuesto, le pidieron que no mencionaran sus nombres si anunciaba las noticias gozosas a la gente devota Católico-romana de St. Joseph.
El Sr. Linneman honorable y fielmente guardó su promesa de nunca revelar sus nombres y hoy tenemos en nuestras manos el testimonio auténtico firmado por él que aunque alguien le dijo el 14 de abril que el Presidente Lincoln fue asesinado, él no sabe quien se lo dijo.
El 14 de abril de 1865, los sacerdotes de Roma sabían y circulaban lo de la muerte de Abraham Lincoln, cuatro horas antes que ocurrió, en su aldea Católico-romana de St. Joseph, Minnesota. Pero no podrían haberlo circulado sin saberlo y no podrían saberlo sin pertenecer a la banda de conspiradores que asesinaron al Presidente Lincoln.