Roma vio, en seguida, que la misma existencia de los Estados Unidos era una amenaza formidable contra su propia vida. Desde un principio, perfidiosamente sembró el germen de división y odio entre las dos grandes secciones de este país y tuvo éxito en dividir entre el Norte y el Sur con la cuestión ardiente de la esclavitud. Esa división era su oportunidad dorada de aplastar el uno al otro y reinar sobre las ruinas sangrientas de ambos. Esto fue su preferida y antigua política.
Ella esperaba que la hora de su triunfo absoluto sobre este continente había llegado. Ella ordenó al Emperador de Francia estar preparado con un ejército en México, listo para apoyar al Sur y pidió a todos los Católico-romanos que se enlistasen bajo las banderas de la esclavitud, uniéndose al partido Demócrata. Un solo obispo se atrevió a desobedecer.
Sobre todo, la orden fue transmitida a oponerse a toda costa a la elección de Lincoln a la presidencia. La prensa Demócrata, que estaba casi completamente bajo el control Católico-romano y una herramienta devota de los Jesuitas, inundó al país con las más terribles denuncias. Le llamaron a Lincoln: un chango, un bruto estúpido, un peligroso lunático, un monstruo sangriento, un tirano despiadado, etc., etc. Roma saqueó al diccionario inglés para encontrar las expresiones más apropiadas para llenar a su gente de desprecio, odio y horror contra él. Pero Dios decretó que ese hombre honesto, Abraham Lincoln, fuese proclamado el Presidente de los Estados Unidos, el 4 de marzo de 1861.
A fines de agosto, aprendí de un sacerdote Católico-romano a quien, por la misericordia de Dios, había persuadido a salir de los errores del papado, que había un complot entre ellos de asesinar al Presidente. Creí ser mi deber, ir a decirle lo que yo sabía. El me recibió con suma cordialidad y amabilidad.
Me da gusto verte nuevamente, dijo, ya ves que tus amigos, los Jesuitas, no me han matado todavía. Pero seguramente lo hubieran hecho cuando pasé por su ciudad más devoto, Baltimore, si no hubiera pasado incógnito unas horas antes que me esperaban. Tenemos evidencia que la compañía que fue seleccionada y organizada para asesinarme, fue guiada por un rabioso Católico-romano llamado Byrne; fue compuesta casi enteramente por Católico-romanos, además de dos sacerdotes disfrazados entre ellos para guiarlos y animarlos. Lamento que hay tan poquito tiempo para hablar contigo; pero no te dejaré ir sin decirte que hace algunos días, vi al Sr. Morse, el instruido inventor del telégrafo eléctrico. El me dijo que al estar en Roma recientemente, descubrió evidencias de una conspiración formidable contra este país y contra todas sus instituciones. Es evidente que es a las intrigas y emisarios del Papa a quienes debemos, en gran parte, la terrible guerra civil que amenaza cubrir el país con sangre y ruina.
Lamento que el Profesor Morse tuvo que salir de Roma antes que pudiera saber más de los planes secretos de los Jesuitas contra las libertades y la existencia misma de este país. Pero, ¿Sabes qué? Quiero que tú le reemplazcas y continúes la investigación. Mi plan es destinarte a mi embajador de Francia como uno de sus secretarios. En esa honorable posición, irás de París a Roma donde tal vez descubrirás, por las indicaciones del Sr. Morse, una oportunidad para juntar los hilos rotos de la investigación. Se requiere un griego para pelear con un griego. Puesto que tú has tenido 25 años como sacerdote de Roma, no conozco a otra persona en todos los Estados Unidos tan bien enterada de las artemañas de los Jesuitas y en quien tengo mayor confianza. ¿Qué opinas de esto?
Mi querido Presidente, le respondí, me siento inundado por tu amabilidad. Ciertamente no pudiera haber nada tan gustoso para mí que concederte tu petición. El honor que quieres otorgarme está por encima de mis méritos, pero mi conciencia me dice que no puedo abandonar la predicación del Evangelio a mis pobres compatriotas canadienses franceses. Soy un siervo y embajador de Aquel que está mucho más alto aún del buen y gran Presidente de los Estados Unidos. Apelo a tus propios honorables sentimientos Cristianos para saber que no puedo abandonar el uno por el otro.
El Presidente se puso muy solemne y replicó: ¡Tienes razón! No hay nada tan grandioso bajo el cielo como ser un embajador de Cristo.
Luego, con uno de su chistes finos, dijo: ¡Sí, sí! Tú eres el embajador de un Príncipe mayor que yo, pero él no te pagará con tanto dinero en efectivo como yo haría, luego añadió: Me agrada mucho verte, sin embargo, estoy presionado por asuntos muy importantes; por favor, Podrías volver mañana a las 10:00? Tengo una pregunta muy importante para hacerte sobre un asunto que ha estado constantemente en mi mente estas últimas semanas.
Al día siguiente a la hora fijada, mi noble amigo dijo: Ayer no podía darte más de 10 minutos, pero hoy te daré 20. Quiero saber tu opinión sobre algo que me extraña en gran manera y tú eres el único con quien me gusta hablar de ese tema. Un gran número de periódicos Demócratas, evidentemente escritos por Católico-romanos, publicaron que yo nací Católico-romano y que fui bautizado por un sacerdote. Me llaman un renegado, un apóstata y echan sobre mi cabeza una montaña de abusos. Al principio, me reía de eso, porque es una mentira. Gracias a Dios, nunca he sido Católico-romano. Ningún sacerdote de Roma jamás ha puesto sus manos en mi cabeza. Pero su persistencia en esa mentira debe significar algo; por favor, dime tu opinión.
Mi querido Presidente, le respondí, fue precisamente esta historia extraña lo que me trajo aquí ayer. Lloré como un niño cuando la leí por primera vez, porque yo creo que es tu sentencia de muerte y he entendido de los labios de un sacerdote convertido que esta mentira fue inventada para excitar al fanatismo de los asesinos Católico-romanos que, tarde o temprano, ellos esperan encontrar para derribarte. Ellos quieren estigmatizarte con la marca de apóstata. En la Iglesia de Roma, un apóstata es un proscrito que no tiene ningún lugar en la sociedad ni ningún derecho de vivir.
Te he traído un libro de teología de uno de los Jesuitas más instruidos y aprobados de su tiempo, Busembaum, quien con otros muchos dice que el hombre que te mate a ti, hace una buena y santa obra. Además, aquí está una copia del decreto del Papa, Gregorio VII, que proclama que asesinar a un apóstata como te acusan a ti, no es un homicidio; al contrario, es una buena acción Cristiana. Este decreto está incorporado en el Derecho Canónico, el cual, todo sacerdote tiene que estudiar y todo buen Católico tiene que acatar.
Mi querido Presidente, tengo que repetir aquí lo que te dije en Urbana en 1856. Temo que caerás bajo los golpes de un asesino Jesuita si no pones mayor atención en protegerte. Recuerda que por ser hereje como tú, Coligny fue brutalmente asesinado, la noche de San Bartolomé; que Enrique IV fue apuñalado por el asesino Jesuita, Reviallac, el 14 de mayo de 1610, por haber dado libertad de conciencia a su nación; y que William el Taciturno fue matado a balazos, por otro asesino Jesuita llamado Girard, por haber roto el yugo del Papa. La Iglesia de Roma es absolutamente la misma; cree y enseña lo mismo hoy como en aquel entonces, que ella tiene el derecho y el deber de castigar con muerte a cualquier hereje que sea un obstáculo a sus propósitos.
La jerarquía Católica de los Estados Unidos está a favor de los rebeldes; esto es evidencia incontrovertible de que Roma quiere destruir a esta república. A causa de tus virtudes personales, tu popularidad, tu amor por la libertad y tu posición exaltada, eres el obstáculo más grande para sus maquinaciones diabólicas. Su odio está concentrado contra ti. Se enfría mi sangre al contemplar el día cuando Roma añadirá a todas sus demás iniquidades, el asesinato de Abraham Lincoln.Al decir estas cosas al Presidente, fui sumamente conmovido, mi voz se ahogaba y casi no pude detener las lágrimas. Pero el Presidente estaba perfectamente calmado. Cuando terminé de hablar, tomó de mis manos el volumen de Busembaum, leyó los renglones que yo había marcado con rojo y le ayudé a traducirlos al inglés. Luego, me devolvió el libro y me dijo: Te repetiré lo que te dije en Urbana: El hombre no debe preocuparse ni dónde ni cuándo muera, siempre que muera en el puesto del honor y del deber. Pero hoy añadiré que tengo el presentimiento que Dios me llamará a sí mismo por la mano de un asesino. ¡Sea hecha su voluntad y no la mía! luego, miró a su reloj y dijo: Lamento que casi se han terminado los 20 minutos que había consagrado a nuestra entrevista. Estaré eternamente agradecido por las palabras de advertencia que me has dirigido tocante a los futuros peligros a mi vida, de parte de Roma. Yo sé que no son peligros imaginarios. Si estuviera peleando contra un Sur Protestante, como nación, no habría ningún peligro de asesinato. Las naciones que leen la Biblia pelean con valor en los campos de batalla, pero nunca asesinan a sus enemigos. El Papa y los Jesuitas con su Inquisición infernal son los únicos poderes organizados en el mundo que recurren a la daga del asesino para eliminar a los que no pueden convencer con sus argumentos ni conquistar con la guerra.
Desgraciadamente, siento más y más cada día que no es solamente contra los americanos del Sur contra quienes estoy luchando, más bien es contra el Papa de Roma, sus Jesuitas perfidiosos y sus ciegos esclavos sanguinarios. Entre tanto que esperan conquistar al Norte, me perdonarán la vida; pero, el día que derrotamos a sus ejércitos, vencemos a sus ciudades y les forzamos a someterse, entonces, es mi impresión que los Jesuitas, quienes son los líderes principales del Sur, harán lo que invariablemente han hecho en el pasado. La daga o la pistola harán lo que las manos fuertes de los guerreros no pudieron realizar.
Esta guerra civil no parece más que un asunto político a los que no ven como yo las fuentes secretas de este drama terrible. Pero es más bien una guerra religiosa que una guerra civil. Es Roma quien quiere dominar y degradar al Norte así como ha dominado y degradado al Sur desde el mismo día de su descubrimiento. Sólo hay unos pocos líderes del Sur que no están más o menos bajo la influencia de los Jesuitas por medio de sus esposas, familiares y amigos. Varios miembros de la familia de Jeff Davis pertenecen a la Iglesia de Roma. Aun los ministros Protestantes están bajo la influencia de los Jesuitas sin sospecharlo. Para mantener su ascendencia en el Norte como lo hace en el Sur, Roma está haciendo aquí lo que ha hecho en México y en todas las repúblicas de Sud-América. Está paralizando por medio de la guerra civil a los brazos de los soldados de libertad. Ella divide a nuestra nación para debilitarla, sojuzgarla y dominarla.
Ciertamente tenemos algunos valientes oficiales y soldados Católico-romanos de confianza en nuestro ejército, pero ellos forman una minoría insignificante cuando se compara con los traidores Católico-romanos contra quienes tenemos que guardarnos día y noche. De hecho, la inmensa mayoría de los obispos, sacerdotes y laicos son rebeldes de corazón aunque en apariencia no lo sean. Con muy pocas excepciones, favorecen a la esclavitud.
Ahora entiendo por qué los patriotas de Francia, que determinaron ver a los colores de libertad flotando sobre su gran y hermoso país, fueron obligados a ahorcar y fusilar a casi todos los sacerdotes y monjes como enemigos irreconciliables de la libertad. Ahora es evidente para mí que, con muy pocas excepciones, todo sacerdote y todo Católico-romano devoto es un implacable enemigo de la libertad. Su exterminación en Francia fue una de esas terribles necesidades que ninguna sabiduría humana podía evitar; me parece, ahora, como una orden del Cielo para salvar a Francia. ¡Que Dios conceda que esa misma terrible necesidad jamás sea sentido en los Estados Unidos! Pero lo cierto es que si la gente americana pudiera aprender lo que yo sé del odio feroz de los sacerdotes de Roma contra nuestras instituciones, nuestras escuelas, nuestros derechos más sagrados y nuestras libertades compradas a un precio tan alto, ellos, mañana, los expulsarían de entre nosotros o los fusilarían como traidores. Pero tú eres el único a quien puedo revelar estos tristes secretos, porque yo sé que tú los aprendiste antes que yo.
La historia de estos últimos mil años nos dicen que dondequiera que la Iglesia de Roma no es una daga para traspasar el pecho de una nación libre, es una piedra de molino en su cuello para paralizarla, e impedir que avance en los caminos de civilización, ciencia, inteligencia, felicidad y libertad. Pero se me olvidó que mis 20 minutos terminaron hace mucho.
Por favor, acepta mis sinceras gracias por la nueva luz que me has dado sobre los peligros de mi posición. Ven a verme en otra ocasión. Siempre te recibiré con gusto.
Mi segunda visita a Abraham Lincoln fue a principios de junio de 1862. Pero le hallé tan ocupado que sólo pude saludarlo. La tercera y última vez que fui a presentar mis respetos al Presidente, destinado al asesinato, fue la mañana del 8 de junio de 1864 cuando él estaba totalmente asediado de gente que quería verlo.
Después de un caluroso y amable saludo, dijo: Me agrada mucho verte otra vez, pero es imposible decirte más que esto: Mañana por la tarde, recibiré la delegación de los diputados de todos los estados leales, enviados para anunciar oficialmente el deseo del país que yo permanezca como Presidente durante los próximos cuatro años. Te invito a estar presente con ellos en esa interesante reunión. Llegarás a conocer algunos de los hombres más prominentes de nuestra república y me dará gusto presentarte a ellos. No te presentarás como un delegado de la gente, sino como el invitado del Presidente. Para que no tengas ningún problema, te doy esta tarjeta con un permiso de entrada a la delegación. Pero no te vayas de Washington antes de vernos nuevamente. Tengo algunos asuntos importantes sobre los cuales quiero saber tu opinión.
Al día siguiente, fue mi privilegio tener el honor más grande que jamás he recibido. El buen Presidente quería que yo estuviera de pie a su mano derecha cuando recibió a la delegación. Después de escuchar el discurso presentado por el Gobernador Denison, presidente de la convención, Abraham Lincoln respondió en su propia y admirable simplicidad y elocuencia, terminando con una de sus ingeniosas anécdotas: En esta convención, recuerdo una historia de un anciano granjero holandés, quien sabiamente comentó a un compañero, Nunca es aconsejable hacer intercambio de caballos mientras cruzamos una fuerte corriente de agua.
Al día siguiente, le acompañé a visitar a los 30,000 soldados heridos recogidos de los campos de batalla de la Batalla del Desierto que duró siete días y de la batalla de treinta días alrededor de Richmond, donde Grant estaba rompiendo la columna vertebral de la rebelión. De ida y venida del hospital, poco se decía a causa del fuerte ruido de la carroza. Además, mi alma estaba tan angustiada por los horrores de la guerra fratricida que mi voz se sofocaba. El único pensamiento que parecía ocupar la mente del Presidente era el papel que desempeñó Roma en esa lucha horrible.
El me dijo: Esta guerra nunca hubiera sido posible sin la influencia siniestra de los Jesuitas. Por culpa del papado, ahora vemos a nuestro país enrojecido con la sangre de su hijos más nobles. Aunque existen grandes diferencias de opinión entre el Sur y el Norte sobre el tema de la esclavitud, ni Jefferson Davis ni ningún otro de los líderes de la Confederación se hubieran atrevido a atacar al Norte, si no contaran con las promesas de los Jesuitas que bajo el disfraz de democracia, el dinero y las armas de los Católico-romanos, y aun las armas de Francia estarían a su disposición para atacarnos.
¡Ay de los sacerdotes, obispos y monjes de Roma en los Estados Unidos, cuando la gente se da cuenta que ellos, en gran parte, son responsables por las lágrimas y la sangre derramadas en esta guerra. Yo oculto lo que sé, porque si la gente supiera toda la verdad, esta guerra se convertiría en una guerra religiosa y se volvería diez veces más salvaje y sangrienta. Llegaría a ser tan despiadada como son todas las guerras religiosas, una guerra de exterminación de ambos lados.
Los Protestantes, tanto del Norte como del Sur, se unirían a exterminar a los sacerdotes y Jesuitas si supieran todo lo que el Profesor Morse me ha dicho de los complots formulados en la misma ciudad de Roma para destruir a esta república y si se dieran cuenta cómo los sacerdotes, monjes y monjas que llegan diariamente a nuestras riberas, bajo el pretexto de predicar su religión, enseñar en sus escuelas y cuidar a los enfermos en los hospitales, no son más que los emisarios del Papa, de Napoleón y los demás déspotas de Europa para sublevar nuestras instituciones, enajenar el corazón de nuestra gente contra nuestra Constitución y nuestras leyes, destruir nuestras escuelas y preparar un reinado de anarquía aquí como han hecho en Irlanda, en México, en España y dondequiera que haya algún pueblo que quiere ser libre.
Mientras el Presidente decía esto, llegamos a la puerta de su mansión. Me invitó a acompañarle a su estudio y dijo: Aunque estoy muy ocupado, hay muchas cosas importantes concerniente a los complots de los Jesuitas que puedo aprender solamente de ti. ¿Has leído la carta que el Papa mandó a Jefferson Davis? ¿Qué opinas de ella?
Mi querido Presidente, le respondí, Es precisamente esa carta la que me ha traído a tu presencia nuevamente. Esa carta es una flecha venenosa lanzada por el Papa contra ti personalmente; es tu orden de muerte. Antes de esa carta, todo Católico podía ver que su Iglesia en su totalidad estaba en contra de esta república libre; sin embargo, un buen número de irlandeses, alemanes y franceses Católicos, amantes de la libertad, prefirieron seguir el instinto de su noble conciencia en lugar de los principios degradantes de su Iglesia, enlistándose bajo las banderas de la libertad y han peleado como héroes. El objetivo de los Jesuitas es destacar a estos hombres de entre los rangos de los ejércitos del Norte y forzarlos a ayudar la causa de la rebelión.
Secretas cartas presionantes fueron dirigidas por Roma a los obispos, ordenándolos a debilitar a los ejércitos del Norte y destacar de ti esos hombres. Los obispos rehusaron, por temor de exponerse a sí mismos como traidores y ser fusilados. Pero ellos aconsejaron al Papa a reconocer, en seguida, la legitimidad de la república del Sur y colocar a Jeff Davis bajo su protección autoritaria, publicando una carta que sería leída dondequiera.
Esa carta dice a todo Católico-romano que tú eres un tirano sanguinario peleando contra un gobierno que el santo e infalible Papa de Roma reconoce como legítimo. El Papa, por esa carta, dice a sus esclavos ciegos que, al continuar semejante guerra sanguinaria, tú estás ultrajando al Dios de los cielos y de la tierra.
Esa carta del Papa a Jeff Davis les da a entender que tú no sólo eres un apóstata, como pensaban antes, a quien todo hombre tiene el derecho de matar, según el Derecho Canónico de Roma, sino eres más vil, cruel y criminal que el ladrón de caballos, el estafador público, el pirata ingobernable o el homicida.
Y mi querido Presidente, esto no es una imaginación ilusoria de mi mente, es la explicación unánime dado a mi por muchos sacerdotes de Roma con quienes he tenido la ocasión de hablar sobre ese tema. En el nombre de Dios y en nombre de nuestro querido país que tanto necesita tus servicios, te suplico que prestes más atención a proteger tu preciosa vida y no seguir exponiéndola como has hecho hasta aquí.
El Presidente me escuchó con intensa atención; luego, replicó: Tú confirmas mi punto de vista concerniente a la carta del Papa. El Profesor Morse es de la misma opinión. En verdad es el acta más perfidiosa que pudiera ocurrir en las circunstancias actuales. Tienes toda la razón al decir que fue para destacar a los Católico-romanos que han ingresado en nuestros ejércitos. Desde su publicación, muchos de ellos han desertado nuestras banderas y nos han traicionado. Uno de los pocos que no lo han hecho es Sheridan quien por su habilidad, patriotismo y valor heroica, vale más que todo un ejército. También es cierto que Meade ha permanecido con nosotros y ganó la batalla sangrienta de Gettysburg. Pero, ¿Cómo pudo perderla cuando estaba rodeado de héroes como Howard, Reynolds, Buford, Wadsworth, Cutler, Slocum, Sickles, Hancock, Barnes, etc? Pero es evidente que su Romanismo desbancó su patriotismo después de la batalla. Dejó escapar al ejército de Lee, cuando fácilmente pudiera haber cortado su retroceso y haberle forzado a rendirse, puesto que perdió casi la mitad de sus soldados en la matanza de los tres días anteriores.
Cuando Meade fue ordenado a perseguirlos después de la batalla, un extranjero entró de prisa al cuartel. Ese extranjero era un Jesuita disfrazado. ¡Después de 10 minutos de conversación con él, Meade arregló las tácticas de persecución al enemigo de tal forma que escapó ileso, perdiendo únicamente dos cañones!
Tienes razón, continuó el Presidente, que esa carta del Papa ha cambiado totalmente la naturaleza y terreno de la guerra. Antes de leerla, los Católico-romanos podían ver que yo estaba peleando contra Jeff Davis y la Confederación del Sur; pero, ahora, han de creer que es contra Cristo y su santo Vicario, el Papa, contra quien estoy levantando mis manos sacrílegas. Tenemos evidencia diaria de que su indignación, su odio y su malicia contra mí se han intensificado cien veces más. Nuevos proyectos de asesinato son detectados casi diario, acompañados de circunstancias tan salvajes que me traen a la memoria la masacre de San Bartolomé y el Complot de Pólvora. Nuestras investigaciones indican que vienen de los maestros mismos en el arte de asesinato, los Jesuitas.
Los alborotos de New York eran evidentemente un complot romanista desde el principio hasta el fin. Tenemos evidencia en la mano que todo fue obra del Obispo Hughes y sus emisarios.
Ninguna duda puede permanecer en cuanto a los intentos sangrientos de destruir a New York cuando sabemos la manera tan fácil en que fueron detenidos. Yo escribí al Obispo Hughes, diciéndole que todo el país le culparía a él como responsable si no se terminaran en seguida. Luego, reunió a los alborotadores alrededor de su palacio para decirles: Queridos amigos, les invito a regresar a sus casas en paz. ¡Y todo se terminó! ¡Así, Jupiter de la antigüedad solía levantar una tempestad y pararla con una inclinación de su cabeza!
Desde el principio de esta guerra civil han habido, no secretas, sino públicas alianzas entre el Papa de Roma y Jeff Davis. El Papa y sus Jesuitas han aconsejado, apoyado y dirigido a Jeff Davis desde el primer disparo del cañón contra Fort Sumpter por el rabioso Católico-romano, Beauregard. Ahora están ayudándole en el mar, guiando y apoyando al rabioso pirata Católico-romano, Semmes.
En mi entrevista con el Obispo Hughes, le dije que cualquier extranjero, como él mismo, que había jurado lealtad a nuestro gobierno para convertirse en ciudadano americano, está en peligro de ser fusilado o ahorcado como traidor o espía. Después de colocar esta pulga en los oídos del obispo de Roma, le pedí que fuera a notificar mis palabras al Papa. Mi expectación fue que él les aconsejaría a los Católicos, para su propio beneficio, a permanecer leales y fieles a sus obligaciones y ayudarnos en lo que resta de la guerra. Pero el resultado ha sido todo lo contrario.
El Papa ha quitado la máscara y ha manifestado que él es partidario público y el protector de la rebelión, saludando en público a Jefferson Davis y desvergonzadamente reconociendo a la Confederación del Sur como un gobierno soberano y legítimo.
Ahora tengo la evidencia en la mano que el mismo Obispo Hughes a quien mandé a Roma para inducir al Papa a exhortar a los Católico-romanos del Norte a, por lo menos, ser fieles a su juramento de lealtad y a quien agradecí en público, porque dio la impresión de haber portado honestamente según la promesa que me hizo, es el mismo quien aconsejó al Papa a reconocer la legitimidad de la república del Sur y poner todo el peso de su tiara en el balance contra nosotros y a favor de nuestros enemigos. Tal es la perfidia de los Jesuitas.
Hay dos cánceres atacando a los órganos vitales de los Estados Unidos hoy: Son los sacerdotes romanistas y los sacerdotes Mormones. Los dos trabajan de la misma manera para producir un pueblo de los más degradantes e ignorantes esclavos fanáticos que no reconocen ninguna otra autoridad que la de su pontífice supremo. Ambos tienen el objetivo de destruir nuestras escuelas y levantarse sobre nuestras ruinas. Ambos se abrigan bajo nuestros grandiosos y santos principios de libertad de conciencia para luego atar al mundo bajo sus pesados yugos degradantes.
Los sacerdotes Jesuitas y Mormones son igualmente los enemigos intransigentes de nuestra Constitución y nuestras leyes. Pero el más peligroso de los dos es el Jesuita, porque él sabe mejor cómo ocultar su odio bajo el disfraz de amistad y del bien público. El está mejor entrenado para cometer los actos más crueles y diabólicos para la gloria de Dios.
Hasta recientemente, yo estaba a favor de la libertad ilimitada de conciencia como nuestra Constitución la da a los Católico-romanos. Pero ahora me parece que, tarde o temprano, el pueblo será forzado a poner restricciones a esa cláusula hacia los papistas. ¿No es un acto de necedad dar absoluta libertad de conciencia a un grupo de hombres que han jurado públicamente a cortar nuestras gargantas el mismo día que tengan la oportunidad? ¿Es correcto dar el privilegio de ciudadanía a hombres que son los enemigos públicos y jurados de nuestra Constitución, nuestras leyes, nuestras libertades y nuestras vidas?
El momento que el papado asume el derecho de vida y muerte sobre cualquier ciudadano de Francia, España, Alemania, Inglaterra o los Estados Unidos, asume el poder del gobierno de esos países. Esos Estados cometan un acto de suicidio al permitir al papado colocar su pie en su territorio con el privilegio de ciudadanía. El poder de vida y muerte es el poder supremo y dos poderes supremos no pueden existir en el mismo territorio sin producir anarquía, alborotos, derramamiento de sangre y guerras civiles sin fin. Cuando el papado renuncia al poder de la vida y la muerte que proclama como su propio derecho divino en todos sus libros teológicos y leyes canónicos, entonces y solamente hasta entonces podrá ser tolerado y puede recibir los privilegios de ciudadanía en un país libre.
¿No es absurdo dar a un hombre algo que ha jurado a odiar, maldecir y destruir? Y ¿No odia, maldice y destruye la Iglesia de Roma a la libertad de conciencia dondequiera que puede hacerlo con seguridad? Yo estoy a favor de la libertad de conciencia en su sentido más alto, noble y amplio. Pero no puedo dar la libertad de conciencia al Papa y a sus seguidores, los papistas, mientras ellos me dicen a través de todos sus concilios, teólogos y leyes canónicos que su conciencia les ordena a quemar a mi esposa, estrangular a mis hijos y cortarme la garganta cuando hallen la oportunidad. Parece que la gente de hoy no comprende esto. Pero, tarde o temprano, la luz del sentido común hará claro a cada uno que ninguna libertad de conciencia puede ser concedido a hombres que juren obedecer a un Papa que pretende tener el derecho de matar a los que difieren de él en religión.
Tú no eres el primero que me advierta contra los peligros de asesinato. Mis embajadores en Italia, Inglaterra y Francia como también el Profesor Morse muchas veces me han advertido contra los complots de asesinos que ellos han detectado en esos países. Pero no veo ninguna otra salvaguardia contra esos asesinos, excepto estar siempre listo para morir como Cristo lo aconseja. Puesto que todos tenemos que morir tarde o temprano, poco me importa si muero de una daga hundido en mi corazón o de la inflamación de los pulmones. Permíteme decirte que recientemente leí un pasaje en el Antiguo Testamento que ha hecho una profunda y espero benéfica impresión en mí. Aquí está el pasaje.
El Presidente tomó su Biblia, la abrió al tercer capítulo de Deuteronomio y leyó desde el verso 22 hasta el 28: No los teméis; porque Jehová vuestro Dios pelea por vosotros. Y oré a Jehová en aquel tiempo, diciendo: Señor Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza, y tu mano poderosa; porque, ¿Qué dios hay en el cielo ni en la tierra que haga obras y proezas como las tuyas? Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no me hables más de este asunto. Sube a la cumbre del Pisga y alza tus ojos al oeste, y al norte, y al sur, y al este, y mira con tus propios ojos; porque no pasarás el Jordán. Y manda a Josué, y anímalo, y fortalécelo; porque él ha de pasar delante de este pueblo, y él les hará heredar la tierra que verás.
Después que el Presidente había leído estas palabras, con gran solemnidad añadió: Mi querido Padre Chíniquy, déjame decirte que he leído estos extraños versículos varias veces durante estas últimas cinco o seis semanas. Entre más los leo, más me parece que Dios los escribió, tanto para mí como para Moisés. ¿No me sacó de mi pobre choza de troncos con la mano, así como sacó a Moisés del carrizal del Nilo para ponerme a la cabeza de la más grande y la más bendecida de las naciones modernas, así como puso a ese profeta a la cabeza de la nación más bendecida de los tiempos antiguos? ¿No me concedió Dios un privilegio que no ha concedido a ningún ser viviente, cuando rompí las cadenas de cuatro millones de hombres y los liberté? ¿No me ha dado nuestro Dios las victorias más gloriosas sobre nuestros enemigos? ¿No están reducidos los ejércitos de la Confederación a un puño de hombres en comparación a lo que eran hace dos años y que pronto se acerca el día cuando tendrán que rendirse?
Ahora, yo veo al final de este terrible conflicto con el mismo gozo que sintió Moisés al final de sus cuarenta años en el desierto. Yo le pido a Dios que me conceda ver los días de paz y prosperidad inefable que seguirán a esta guerra cruel, así como Moisés pidió a Dios ver al otro lado del Jordán y entrar en la tierra prometida. Pero, ¿Sabes qué? Oigo en mi alma como la voz de Dios, dándome la reprensión que fue dado a Moisés. ¡Sí! Cada vez que mi alma se allega a Dios para pedirle el favor de ver el otro lado del Jordán y comer de los frutos de esa paz, la cual anhelo con deseo indecible, ¿Sabes qué? Hay una quieta pero solemne voz que me dice que veré esas cosas sólo desde una gran distancia y que estaré entre los muertos cuando la nación, que Dios me concedió guiar por estas pruebas terribles, cruzará el Jordán y habitará en esa tierra prometida donde la paz, industria, felicidad y libertad alegrarán a todos. Y ¿Por qué así? Porque él ya me dio favores en estos últimos días que nunca ha dado, me atrevo a decir, a ningún hombre.
¿Por qué Dios Todopoderoso rehusó a Moisés el cruzar al Jordán y entrar a la tierra prometida? Fue a causa de su propio pecado de esa nación. Esa ley de retribución y justicia divina por la cual uno tiene que sufrir por otros, ciertamente es un terrible misterio, pero es un hecho que ningún hombre que tiene inteligencia y entendimiento puede negar. Moisés, quien conocía esa ley, aunque probablemente no la entendió mejor que nosotros, calmadamente dijo a su pueblo: Dios se había enojado contra mí a causa de vosotros. Pero, aunque no entendamos esta terrible ley misteriosa, la hallamos escrita con letras de lágrimas y sangre dondequiera. No leemos una sola página de la historia sin hallar indicios de su existencia.
Tantos complots ya se han hecho contra mi vida que es un verdadero milagro que todos han fracasado, cuando consideramos que la gran mayoría eran por las manos adiestradas de asesinos Católico-romanos evidentemente entrenados por los Jesuitas. Pero, ¿Cómo podemos esperar que Dios haga un milagro perpetuo para salvar mi vida? Yo no lo creo. Los Jesuitas son tan expertos en esos hechos de sangre que Enrique IV dijo que era imposible escapar de ellos. El llegó a ser su víctima a pesar de hacer todo lo que podía para protegerse. Sería más que un milagro escapar de sus manos ya que la carta del Papa a Jeff Davis ha aguzado un millón de dagas para hundir en mi pecho. Pero, así como el Señor no oyó ninguna murmuración de los labios de Moisés cuando le dijo que tenía que morir por los pecados de su pueblo antes que cruzara el Jordán, espero y pido que él no oiga ninguna murmuración de mí cuando caiga por amor a mi nación.
Los únicos dos favores que le pido al Señor son: Primero, que yo muera por la causa sagrada en la cual estoy involucrado, mientras soy el portador de la bandera de los derechos y libertades de mi país. El segundo favor que le pido a Dios es que mi querido hijo Roberto, cuando yo haya partido, sea uno de aquellos que levantará esa bandera que cubrirá mi tumba y la cargue con honor y fidelidad hasta el fin de su vida, igual que su padre, rodeado de los millones que serán llamados con él a pelear y morir en la defensa y honor de nuestra patria.
Yo nunca había oído palabras tan sublimes. Nunca había visto un rostro tan solemne y tan parecido al de un profeta como el rostro del Presidente al decir estas cosas. Yo estaba fuera de mí. Bañado en lágrimas intenté decir algo, pero no podía pronunciar una sola palabra.
Yo sabía que el momento para salir había llegado. Le pedí permiso al Presidente para arrodillarme a orar con él y pedir que su vida fuera perdonada y él se arrodilló conmigo. Pero oré más con lágrimas y sollozos que con palabras.
¡Luego, apreté su mano a mis labios y la bañé con mis lágrimas y con un corazón deshecho por desolación indecible, me despedí de él! Fue por última vez. Pronto se acercaba la hora cuando, por amor a su nación, caería por las manos de un asesino Jesuita.