Al reasumir la batalla por la abstinencia, estudié nuevamente las mejores obras sobre el tema, desde el instruido naturista Pliny hasta el celebrado Sr. Astley Cooper. Recopilé una multitud de notas científicas, argumentos y hechos de estos libros y preparé un Manual de Abstinencia que tuvo tanto éxito que pasó por cuatro ediciones de 25,000 copias cada una, en menos de cuatro años.
Pero mi mejor fuente de información y sabiduría eran cartas que recibí del Padre Mathew y mis entrevistas personales con él cuando visitó a los Estados Unidos.Nunca di discursos sobre la abstinencia en ningún lugar sin antes informarme de las estadísticas más fidedignas de: el número de muertes y accidentes causados por la borrachera durante los últimos quince a veinte años; el número de huérfanos y viudas hechos así por la borrachera; el número de familias ricas arruinadas y el número de familias pobres hechas más pobres; y la cantidad aproximada de dinero gastado por la gente en alcohol durante los últimos veinte años.
Nuestro Dios misericordioso bendijo visiblemente a la obra y a su siervo inútil. En la primera parroquia de Longueuil, 2,300 ciudadanos se ingresaron bajo las banderas de la abstinencia. En lugar de invitarles a firmar alguna promesa escrita, les pedí que vinieran al pie del altar y besaran el crucifijo que yo sostenía (que me fue dado y bendecido por el Papa).
Durante los próximos cuatro años, di 1,800 discursos en público en 200 parroquias con los mismos frutos, ingresando a más de 200,000 personas bajo la bandera de abstinencia. Dondequiera se cerraban las cantinas, destilerías y cervecerías y los dueños fueron forzados a buscar algún otro oficio para ganarse la vida. No fue por causa de ninguna ley estricta, sino porque toda la gente había dejado de tomar bebidas alcohólicas por estar plenamente convencidos que eran perjudiciales a sus cuerpos, adversas a su felicidad y ruinosas a sus almas.
La convicción era tan unánime en muchos lugares que la última noche que pasé en medio de ellos, los comerciantes hacían pirámides de todos sus barriles de ron, cerveza, vino y brandy en las plazas públicas y me invitaban a encenderlos mientras los esposos y esposas, los padres y los niños de los borrachos redimidos rompían el aire con gritos de gozo ante la destrucción de su enemigo y el fuego subía en fuertes llamas. Uno de los comerciantes me dio una hacha para desfondar el último barril de ron. Después que se vació la última gota, me subí en él para dirigir algunas palabras de despedida a la gente.
Lo único que echaba a perder ese gozo, eran los honores exagerados y las alabanzas inmerecidas con que fui literalmente inundado. Al principio, cuando fui obligado a recibir una ovación de los curas y la gente, me quedé confundido, porque sentí tan profundamente que no merecía semejantes honores. Pero todavía peor, a fines de mayo de 1849, el juez Mondelet fue escogido por los obispos, los sacerdotes y la ciudad de Montreal en presencia de 15,000 personas para presentarme una medalla de oro y un regalo de cuatrocientos dólares.
Pero la sorpresa más grande vino a fines de junio de 1850 cuando fui delegado por 40,000 abstemios a presentar al Parlamento de Toronto una petición para responsabilizar a los vendedores de ron por los estragos causado a las familias de los pobres borrachos a quienes ellos habían vendido sus drogas venenosas. La Cámara de los Comunes amablemente designaron un comité de diez miembros para ayudarme a formular ese proyecto de ley que fácilmente fue aprobado por las tres ramas. Yo estaba presente cuando ese proyecto se convirtió en ley, dando a las víctimas inocentes de padres o esposos borrachos una indemnización por parte de los estafadores de terrenos que se habían enriquecido de su pobreza y miserias indecibles.
Cuando en mayo de 1850 el Arzobispo Turgeon de Qüebec mandó al Rev. Carlos Baillargeon, cura de Qüebec, a Roma para ser nombrado su sucesor, le aconsejó pasar a Longueuil para obtener de mí una carta que él podría presentar al Papa con una copia de mi Manual de Abstinencia. Yo cumplí con su petición y le escribí al Papa. Algunos meses después, recibí estos renglones:
Roma, 10 de agosto de 1850
Rev. Sr. Chíniquy
Querido señor y amigo,
El lunes 12 me fue concedida la primera oportunidad de tener una audiencia privada con el Pontífice Soberano. Le presenté tu libro con tu carta, los cuales él recibió con todas las señas especiales de satisfacción y aprobación. Luego me encargó decirte que él te concede su bendición apostólica a ti y a la obra santa de abstinencia que tú prediques. Me considero dichoso por haber podido presentar de tu parte al Vicario de Jesucristo un libro que después de haber hecho tanto bien a mis compatriotas, ha podido sacar de sus labios venerables semejantes palabras solemnes de aprobación a las sociedades de abstinencia y de bendiciones sobre aquellos que son sus apóstoles. También es para mi corazón un placer muy dulce transmitírtelos.
Tu amigo,
Carlos Baillargeon
Sacerdote
Un corto tiempo antes de recibir esta carta de Roma, el Obispo Bourget de Montreal me dio oficialmente el título de Apóstol de Abstinencia en el siguiente documento:
Ignacio Bourget, por la misericordia y gracia divina de la sede apostólica, Obispo de Montreal,
A todos los que examinan la presente carta, notificamos y certificamos que el venerable Carlos Chíniquy, Apóstol de Abstinencia, sacerdote de nuestra diócesis es muy conocido por nosotros y consideramos que ha demostrado que vive una vida loable y conforme a su profesión eclesiástica. Por medio de las misericordias de nuestro Dios, no se halla bajo ninguna censura eclesiástica, por lo menos según nuestro conocimiento. Suplicamos a todos y cada uno, Arzobispos, obispos y otros dignatarios de la Iglesia a quienes él visitara, que por el amor de Cristo lo reciban amable y atentamente; que tan frecuentemente como él se los pida, se le permiten celebrar el santo sacrificio de la misa y ejercer otros privilegios eclesiásticos de piedad ya que nosotros estamos dispuestos a concederle estos y otros privilegios mayores. Para confirmar esto, hemos ordenado que las presentes cartas sean preparada con nuestra firma y sello y con la subscripción de nuestro secretario en nuestro palacio del Bendito Santiago en el año de 1850 a 6 de junio.
+ IGNACIO, Obispo de Marianápolis Por orden del más ilustre y más Reverendo Obispo de Marianápolis, D.D.,
+ J.O. Pare, Canon, Secretario
Ningunas palabras de mi pluma pueden dar una idea de la angustia y vergüenza que sentí ante estos honores y alabanzas públicos inmerecidos, porque cuando mi orgullo natural estaba a punto de engañarme, ahí estaba mi conciencia clamando con una voz muy fuerte: Chíniquy, tú eres un pecador indigno de semejantes alabanzas y honores.Otra seria ansiedad para mí era el flujo constante de grandes cantidades de dinero de las manos de mis tan amables y agradecidos compatriotas reformados a las mías. Ese dinero pronto me hubiera hecho el hombre más rico de Canadá. Pero confieso que al estar en la presencia de Dios, bajé al fondo de mi corazón para ver si estaba lo suficiente fuerte para llevar semejante peso reluciente y me encontré demasiado débil.
Cuando tenía sólo dieciocho años, mi querido y venerable benefactor, el Rev. Sr. Leprohon, director del colegio de Nicolet, me había dicho algo que nunca he olvidado: Chíniquy, estoy seguro que si tú fueras lo que llamamos un hombre próspero en el mundo, es probable que tendrías muchas oportunidades para enriquecerte. Pero cuando la plata y el oro fluyan en tus manos, no los amontones ni los guardes. Porque si pones en ellos tus afectos, serás miserable en este mundo y condenado en el venidero. Regálalos mientras vivas; entonces, serás bendecido por Dios y el hombre y tú serás bendecido por tu propia conciencia. Descansarás en paz y morirás en gozo.
Nunca he olvidado estas solemnes advertencias de uno de los más sabios y mejores amigos que Dios me dio. Las encontré corroboradas en cada página de esa Biblia que amaba y estudiaba cada día. También las encontré escritos en mi corazón. Entonces de rodillas, sin hacer un voto absoluto, hice la resolución de guardar sólo lo que necesitaría para mi sostén diario y dar lo demás a los pobres o para algún proyecto Cristiano o patriótico.
Yo guardé mi promesa. El dinero que me dio el Parlamento, no permaneció más de tres semanas en mi mano. En Canadá, nunca guardé un solo centavo en las cajas fuertes de ningún banco y cuando salí hacia Illinois en el otoño de 1851, en lugar de llevar conmigo una fortuna, que hubiera podido hacer fácilmente, apenas tenía 1,500 dólares en mi mano, el precio de una parte de mi biblioteca que pesaba demasiado para llevarla tan lejos.