En junio de 1818, mis padres me mandaron a una escuela excelente en St. Thomas. Ahí vivía una de las hermanas de mi madre, quien era esposa de un molinero laborioso, Estephan Eschenbach. Ellos no tenían hijos y me recibieron como su propio hijo.
El pueblo de St. Thomas ya tenía, para entonces, una población considerable. Dos ríos hermosos, uniéndose ahí antes de desembocar al río St. Lawrence, suministraban el poder hidráulico a varios molinos y fábricas.
La escuela del Sr. Allen Jones era digna de su fama difundida. Como maestro, él merecía y disfrutaba del mayor respeto y confianza de los alumnos y padres. Pero siendo un Protestante, el sacerdote estaba en contra de él y hacía todo lo posible para convencer a mis familiares de que yo asistiera a la escuela a cargo del mismo sacerdote.
El Doctor Tache era el hombre principal de St. Thomas. No le hacía falta la influencia de los sacerdotes y frecuentemente descargaba su desprecio supremo por ellos. Una vez por semana, había una reunión en su casa de los principales ciudadanos de St. Thomas, donde los asuntos más importantes de la historia y religión eran discutidos abierta y calurosamente. Pero, tanto las premisas como las conclusiones eran invariablemente adversas a los sacerdotes y la religión de Roma y con demasiada frecuencia a toda forma de Cristianismo.
Aunque estas reuniones no eran enteramente sociedades secretas, en gran parte eran secretas. Mi amigo Cazeault era sobrino del Dr. Tache y se hospedaba en su casa. Puntualmente él me avisaba del día y hora de las reuniones. Juntos nos metíamos a escondidas en una habitación contigua donde podíamos oír todo sin que sospecharan de nuestra presencia. Lo que oí y vi en esas reuniones ciertamente me hubiera arruinado si la palabra de Dios, con la cual mi madre llenó mi mente y corazón tierno, no habría sido mi escudo y fortaleza.
También había en St. Thomas, uno de los antiguos monjes de Canadá, conocido bajo el nombre de Capuchín o Recoletos a quienes la conquista de Canadá por Gran Bretaña, había forzado a salir de su monasterio. Era relojero y vivía honradamente de su oficio.
El hermano Mark, como se llamaba, era un hombre notablemente bien hecho, con las manos más hermosas que jamás había visto. Su vida era solitaria; vivía a solas con su hermana, quien cuidaba su casa. El hermano Mark solía pasar un par de horas cada día pescando y frecuentemente yo le encontraba junto a las riberas de los hermosos ríos de St. Thomas. En cuanto él encontraba un lugar donde los peces abundaban, me invitaba a compartir su buena suerte. Yo apreciaba su atención y le correspondía con sincera gratitud.
A menudo me invitaba a su pequeña casa, solitaria pero limpia. Su buena hermana me colmaba de atención y amor. Había una mezcla de timidez y dignidad en el hermano Mark que no he hallado en ningún otro. Era cariñoso con los niños y sonreía graciosamente cuando yo le mostraba aprecio por su amabilidad. Pero esa sonrisa y cualquiera otra expresión de gozo eran pasajeras. De repente cambiaba como si alguna nube misteriosa pasara sobre su corazón.
El y los demás monjes del monasterio habían sido librados por el Papa de sus votos de pobreza y obediencia. Ellos podían ser independientes y aun ascender a una posición respetable en el mundo por sus esfuerzos honrados. Pero el Papa había sido inflexible en cuanto a sus votos de celibato. El deseo honesto del buen monje de vivir conforme a las leyes de Dios, con una esposa que el cielo le concediera, llegó a ser imposible: ¡El Papa se lo había prohibido!
El hermano Mark, dotado de un corazón tan amoroso, ha de haber sufrido mucho intentando en vano aniquilar los instintos y afectos que Dios mismo había implantado en él.
Un día, yo estaba con varios amigos jóvenes cerca de la casa del hermano Mark. De repente, vimos algo cubierto de sangre, arrojado de la ventana, caer a corta distancia de nosotros. Al mismo instante, oímos fuertes gritos saliendo de la casa del monje: ¡Ay, Dios mío! ¡Ten misericordia de mí! ¡Sálvame! ¡Estoy perdido!
La hermana del hermano Mark salió precipitadamente y gritó a algunos hombres que pasaban: ¡Vengan a ayudarnos! ¡Mi pobre hermano se está muriendo! ¡Por amor de Dios, apresúrense, está perdiendo toda su sangre!
Yo corrí a la puerta, pero su hermana la cerró bruscamente, diciendo: No queremos niños aquí.
Yo tenía un sincero afecto por el buen hermano; él había sido muy amable conmigo. Pero yo tenía que retroceder entre la multitud que rápidamente se había juntado. El misterio singular en que intentaban envolver al pobre monje me llenaba de preocupación y ansiedad.
Pero la preocupación pronto se convirtió en confusión indecible cuando oí la risa convulsiva y las bromas vergonzosas del gentío, después que el doctor anunció la naturaleza de la herida. Sobrecogido de horror, salí huyendo. Ya no quería saber más de esa tragedia. Ya sabía demasiado. Pobre hermano Mark dejó de ser hombre: se convirtió en eunuco.
¡Oh cruel y apóstata Iglesia de Roma! ¡Cuántos corazones has quebrantado con aquel celibato que sólo Satanás pudo haber inventado! Sin embargo, no murió esta víctima desafortunado de su acción precipitada; pronto recuperó su salud normal.
Habiendo, entre tanto, dejado de visitarlo, algunos meses después, estaba yo pescando en un lugar muy solitario. Estaba completamente absorto, cuando sentí en mi hombro la presión suave de una mano; era la del hermano Mark.
Pensé que iba a desmayar cuando los sentimientos opuestos de sorpresa, dolor y gozo entraron a mi mente al mismo tiempo. Con una voz afectuosa y temblorosa me dijo: Mi querido hijo, ¿Por qué ya no vienes a visitarme?
No me atreví a mirarle. Me gustaba por sus hechos de bondad, pero la hora fatal, cuando en la calle delante de su puerta sufrí tanto a causa de él, pesaba sobre mi corazón como una montaña. No podía contestarle.
Luego, me preguntó nuevamente con el tono de un criminal suplicando misericordia: ¿Por qué es, mi querido hijo, que ya no vienes más a visitarme? Tú sabes que te amo.
Querido hermano Mark, le respondí, nunca olvidaré tu bondad conmigo. ¡Te estaré eternamente agradecido! Yo quisiera que estuviera en mi poder seguir visitándote como antes, pero no puedo y tú ya sabes la razón.
Yo había dicho esas palabras con la timidez e ignorancia de un niño. Pero la acción de aquel hombre desafortunado me había sobrecogido de tanto horror que no podía ni pensar en volverlo a visitar.
Pasó dos o tres minutos sin hablar ni moverse, pero yo oí sus sollozos y clamor de desesperación y angustia, como nunca volví a oír.
Yo no podía contenerme más; estaba sofocado de emoción suprimida. Las lágrimas me hicieron bien; también a él le hicieron bien. Le dijeron que yo todavía era su amigo.
El me tomó en sus brazos y me abrazó; sus lágrimas se mezclaron con las mías. Pero yo no podía hablar; las emociones eran demasiadas para mi edad. Me senté sobre una piedra húmeda y fría para no desmayar. Cayó de rodillas a mi lado; elevó al cielo sus ojos, rojos e hinchados de llorar y con sus manos alzadas en súplica, clamaba con un acento que parecía partir mi corazón: ¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuán miserable hombre soy!
Los veinticinco años que duré como sacerdote de Roma, me han revelado que esos clamores de desolación que escuché ese día eran sólo el eco de los clamores que salen de cada convento, cada casa parroquial y cada casa donde seres humanos están atados por el celibato papista.