En el mes de enero de 1834, oí el siguiente informe del Rev. Sr. Paquette, cura de St. Gervais, en un banquete que había hecho para sus sacerdotes vecinos:
Cuando joven, yo era el vicario de un cura que podía comer tanto como dos de nosotros y tomar tanto como cuatro. El era alto y fuerte y había dejado los moretones de sus puños duros en la nariz de más de uno de sus ovejas amadas; porque su enojo era realmente terrible después de tomar una botella de vino.
Un día, después de una comida suntuosa, le mandaron llamar para llevar el buen dios (Le Bon Dieu) a un hombre moribundo. Era pleno invierno y el frío era intenso y los aires soplaban fuertemente. Había casi dos metros de nieve y los caminos eran casi intransitables. Era un asunto serio viajar nueve millas en semejante día, pero no había remedio. El mensajero era uno de los ancianos principales y el hombre moribundo era uno de los ciudadanos importantes del lugar. El cura, después de refunfuñar, tomó un vaso grande de buena Jamaica con su chofer como medida preventiva contra el frío. Fue a la iglesia, agarró al buen dios (Le Bon Dieu) y subió al trineo envuelto lo mejor posible en su grande sotana de piel de búfalo.
Aunque había dos caballos, uno delante del otro, para jalar al trineo, la jornada era larga y pesada y se empeoró por una circunstancia de mala suerte. A medio camino, se encontraron con otro viajero viniendo en la dirección opuesta. El camino era demasiado angosto para dejar a los dos trineos y caballos permanecer fácilmente en tierra firme al rebasarse. Una vez que los caballos se inundan en uno o dos metros de nieve, entre más se esfuerzan para salir, más profundo se inundan.
El chofer quien llevaba el buen dios con el cura, naturalmente esperaba tener el privilegio de mantenerse en medio del camino y escapar del peligro de herir a uno de sus caballos o romper su trineo. Gritó al otro viajero con un alto tono de autoridad: ¡Viajero! Déjeme el camino. Meta a sus caballos a la nieve. Apresúrese, tengo prisa. ¡Llevo al buen dios!
Desgraciadamente ese viajero era un hereje a quien le importaba más sus caballos que el buen dios. El contestó: Que se lleve el diablo a su buen dios, pero no voy a romper el cuello de mi caballo. Si su dios no le ha enseñado las reglas de la ley y del sentido común, le voy a dar una lección gratuita sobre ese tema. Saltando de su trineo, tomó las riendas del caballo delantero del cura para ayudarle a caminar al lado del camino y mantener la mitad para sí mismo.
Pero el chofer, quien por naturaleza era muy impaciente e intrépido, había tomado demasiado con mi cura antes de salir de la casa parroquial para permanecer calmado como debería haber hecho. El también saltó de su trineo, corrió al extranjero, le agarró del cuello con su mano izquierda y levantó la derecha para golpearle en la cara.
Desgraciadamente para él, el hereje parecía haber previsto todo esto. El había dejado su abrigo en su trineo y estaba mejor preparado para el conflicto que su agresor. El también era un gigante en tamaño y fuerza. Rápido como un relámpago, sus puños derecho e izquierdo cayeron como mazos de hierro en la cara del pobre chofer quien cayó de espaldas a la nieve suave donde casi desapareció.
Hasta entonces, el cura había sido un espectador silencioso; pero el espectáculo y los gritos de su amigo a quien el extranjero aporreaba sin misericordia le hizo perder su paciencia. Quitando de su cuello la bolsa de seda que contenía el buen dios, lo colocó en el asiento del trineo y dijo: Querido buen dios, por favor, permanece neutral; tengo que ayudar a mi chofer; no participes en este conflicto y yo castigaré a este Protestante infame como él merece.
Pero el desgraciado chofer estaba completamente fuera de combate antes que el cura pudiera acudir en su auxilio. Su cara estaba cortada horriblemente, tres dientes quebrados, la mandíbula inferior desencajada y los ojos tan terriblemente dañados que duró varios días antes que volviera a ver algo.
Cuando el hereje vio al sacerdote venir a renovar la batalla, se quitó su otro capote para estar más libre en sus movimientos. El cura no había sido tan sabio. Demasiado confiado de su fuerza hercúlea, cubierto de su abrigo pesado se echó encima del extranjero.
Los dos combatientes eran verdaderos gigantes y los primeros golpes han de haber sido terribles de los dos lados. Pero el hereje infame probablemente no había tomado tanto como mi cura antes de salir de la casa, o tal vez era más experto en el intercambio de esos golpes salvajes. La batalla era larga y la sangre fluía libremente en ambos lados. Los gritos de los combatientes se hubieran oído a larga distancia si no fuera por el rugir del aire que en ese instante soplaba como un huracán.
La tempestad, los gritos, la sangre, el sobrepelliz y ropa rota enrojecida de sangre coagulada formó un espectáculo tan terrible que se asustaron los caballos del cura y echándose a la nieve, dieron la espalda a la tempestad y corrieron rumbo a casa. Arrastraron los fragmentos del trineo volteado una grande distancia y llegaron a la puerta del establo con sólo unas partes pequeñas de los arreos.
El buen dios aparentemente oyó la oración de mi cura y permaneció neutral; en todo caso no se puso de parte de su sacerdote, porque perdió y el infame Protestante permaneció el amo de batalla. El cura tenía que sacar a su chofer de la nieve donde había quedado enterrado como un buey degollado. Los dos tenían que arrastrarse como media milla antes de llegar a la granja más cercana donde llegaron después del anochecer.
Pero lo peor no se ha dicho. Los caballos habían arrastrado el trineo cierta distancia, lo voltearon y lo hicieron pedazos. La bolsita de seda con la caja plateada y su contenido precioso se perdió en la nieve y aunque cientos de personas la buscaron no se halló. Y solamente hacia fines de junio, un niño, viendo algunos trapos en el lodo junto al camino, los levantó y cayó la pequeña caja plateada.
Sospechando que era lo que la gente buscaba durante tantos días el invierno pasado, la llevó a la casa parroquial. Yo estaba presente cuando la abrieron. Habíamos esperado encontrar al buen dios más o menos intacto, pero estábamos destinados a ser desilusionados. ¡El buen dios estaba completamente fundido! (¡Le Bon Dieu etait fondú!)
Durante la recitación de esta historia picante, que fue narrada de la manera más divertida y cómica, los sacerdotes habían bebido libremente y se reían a carcajadas. Pero cuando llegó la conclusión: ¡Le Bon Dieu etait fondú! Había un prorrumpir de carcajadas como nunca había oído. Los sacerdotes golpeaban el suelo con sus pies y la mesa con sus manos, llenando la casa con gritos de ¡Le Bon Dieu est fondú! ¡Le Bon Dieu est fondú! (El buen dios está fundido). Sí, el dios de Roma arrastrado por un sacerdote borracho en verdad se había fundido en la zanja lodosa. Este hecho glorioso fue proclamado por sus propios sacerdotes en medio de risa convulsiva y ante mesas llenas de botellas de vino recién vaciadas por ellos.
A mediados de marzo de 1839, pasé uno de los días más desgraciados de mi vida sacerdotal. Como a las dos de la tarde, un pobre irlandés de más allá de las altas montañas vino apresuradamente para que fuera a ungir a una mujer moribunda. Tardé diez minutos en correr a la iglesia, meter al buen dios en la pequeña caja plateada, encerrarlo todo en la bolsa de mi chaleco y subir al trineo rústico del irlandés.
Los caminos eran sumamente malos y teníamos que ir muy despacio. A las siete p.m., faltaban más de tres millas para llegar a la casa de la enferma. Ya oscurecía y el caballo estaba tan agotado que no era posible seguir adelante por el bosque tenebroso. Decidí pasar la noche en una choza de irlandeses pobres que vivían cerca del camino. Toqué a la puerta y pedí hospedaje. Fui recibido con esa demostración calurosa de respeto que todo irlandés Católico-romano sabe mostrar a sus sacerdotes mejor que nadie. La choza medía siete metros de largo y cinco de ancho. Fue hecho de troncos redondos entrelazados con abundancia de barro para evitar la entrada del aire y del frío. Seis gordos y saludables niños y niñas aunque medio desnudos y no muy bien lavados, se presentaron alrededor de sus buenos padres como testigos vivos de que esta choza, a pesar de su apariencia fea, era realmente un hogar feliz para sus habitantes. Además de ocho seres humanos protegidos bajo ese techo hospitalario, vi en un extremo de la choza una magnífica vaca con su becerro recién nacido y dos puercos finos. Estos dos últimos huéspedes estaban separados del resto de la familia sólo por una división, de como un metro de alto, hecha de ramas.
Por favor, Su Reverencia, dijo la buena mujer después de preparar la cena, disculpe nuestra pobreza, pero tenga la seguridad que nos sentimos felices y muy honrados de hospedarle en nuestra humilde morada esta noche. Mi única pena es que solamente papas, leche y mantequilla tenemos para ofrecerle de cenar. En esta región apartada, el té, el azúcar y la harina de trigo son lujos escasos.
Le agradecí a la buena mujer su hospitalidad, asegurándole que las buenas papas, mantequilla fresca y leche eran el mejor manjar exquisito que me podrían ofrecer en cualquier lugar. Me senté a la mesa y comí una de las cenas más deliciosas de mi vida. Las papas estaban muy bien cocidas y la mantequilla, crema y leche eran de la mejor calidad. También mi apetito estaba bastante agudo debido a la jornada larga por las montañas escarpadas.
No les había dicho a esta buena gente ni a mi chofer que tenía en la bolsa de mi chaleco al Le Bon Dieu (el buen dios) porque les hubiera inquietado demasiado, añadiendo a mis otras dificultades. Cuando llegó la hora de dormir, me acosté con toda mi ropa. Dormí bien, porque estaba muy cansado debido a los caminos pesados y quebrantados desde Beauport hasta estas montañas distantes.
A la mañana siguiente antes del desayuno y del alba, me levanté y tan pronto que vimos el primer vislumbre para ver el camino, salí en dirección de la casa de la mujer enferma, después de ofrecer una oración en silencio.
No había viajado más de un cuarto de milla cuando metí mi mano en la bolsa de mi chaleco y para mi consternación indescriptible, descubrí que me faltaba la cajita plateada que contenía al buen dios. Un sudor frío pasó por mi cuerpo. Le dije al chofer que se parara y se regresara inmediatamente, porque perdí algo que tal vez encontraría en la cama donde dormí. Dentro de cinco minutos volvimos; al abrir la puerta encontré a la pobre mujer y su esposo casi enloquecidos. Estaban pálidos y temblorosos como criminales esperando ser condenados.
¿No encontraron una cajita plateada después que salí? pregunté.
¡Ay, Dios mío! respondió la mujer desolada, sí la encontré, pero quiera Dios que nunca la hubiera visto; aquí está.
Pero, ¿Por qué lamenta usted haberlo encontrado cuando yo estoy tan feliz de hallarla aquí segura en sus manos? repliqué.
¡Ay! Su Reverencia, usted no sabe qué desgracia tan terrible me sucedió hace menos de medio minuto antes que usted llamara a la puerta, exclamó.
¿Qué desgracia le habrá ocurrido en tan corto tiempo? le pregunté.
Bueno, por favor, Su Reverencia, abra la cajita y me comprenderá.
La abrí. ¡Pero el buen dios no estaba ahí! Mirándole a la cara de la mujer afligida, le pregunté: ¿Qué significa esto? ¡Está vacía!
¡Significa respondió, que soy la mujer más desgraciada! Ni cinco minutos después que usted salió, fui a su cama y encontré esa cajita. No sabiendo qué era, la enseñé a mis hijos y a mi esposo. Le pedí a mi esposo que la abriera, pero rehusó hacerlo. Entonces la volteé por todos lados intentando adivinar qué contenía, hasta que el diablo me tentó tanto que decidí abrirla. Vine a este rincón donde está esta lámpara pálida y la abrí. Pero,
¡Ay, Dios mío! no me atrevo a decir lo demás.
Al decir estas palabras, cayó al suelo en un ataque de histeria, con gritos agudos y echando espuma por la boca. Arrancaba cruelmente su cabello con sus propias manos. Los gritos y lamentaciones de los niños eran tan angustiosos que apenas pude evitar de llorar también.
Después de varios momentos de la mayor agonía, viendo que se calmaba más la mujer, me dirigí al esposo diciendo: Por favor, explíqueme estas cosas tan extrañas.
Al principio apenas pudo hablar, pero como yo le presionaba, me dijo con voz temblorosa: Por favor, Su Reverencia, mire ese recipiente que usan los niños y tal vez comprenderá nuestra desolación. Cuando mi esposa abrió la cajita, no se fijó que ahí estaba el recipiente directamente abajo de sus manos. ¡Al abrirla, lo que había en la cajita plateada cayó en el recipiente y se hundió! Todos nos llenamos de asombro cuando llamó usted a la puerta y entró.
Me sentí tan sobrecogido de horror indecible al pensar que el cuerpo, sangre, alma y divinidad de mi Salvador Jesucristo estaba ahí hundido en ese recipiente, que me quedé mudo y por largo rato no sabía ni qué hacer. Primero vino a mi mente que debería meter mi mano al recipiente e intentar rescatar a mi Salvador de ese sepulcro de ignominia, pero no podía reunir suficiente valor para hacerlo.
Por fin, pedí a la pobre familia desolada que cavara un hoyo de un metro y que lo enterraran con su contenido y salí de la casa después que les prohibí jamás decir una sola palabra de esa terrible calamidad.
En uno de los libros más sagrados de leyes y reglamentos de la Iglesia de Roma, (Misale Romanum) leemos en la página 58: Si el sacerdote vomita la eucaristía, si las especies aparecen enteras, que sean tragadas reverentemente a menos que surja la enfermedad; para entonces, que las especies consagradas sean separadas con cuidado y sean guardadas en un lugar sagrado hasta que se corrompan y después echarlas a la basura. Pero si las especies no aparecen, sea quemado el vómito y las cenizas echadas a la basura.
Cuando yo era sacerdote de Roma estaba obligado con todos los Católico-romanos, a creer que Cristo había puesto su propio cuerpo en su boca con sus propias manos y que él se comió a sí mismo, no espiritualmente, sino de una manera material y substancial. ¡Después de comer a sí mismo, se dio a cada uno de sus discípulos quienes le comieron también! !En todas las edades oscuras del paganismo, el mundo jamás ha visto a semejante sistema de idolatría tan degradante, impía, ridícula y diabólica en su consecuencia como el dogma de Transubstanciación que enseña la Iglesia de Roma!
Cuando con la luz del Evangelio en la mano, el Cristiano entra a esos escondrijos horribles de superstición, necedad e impiedad, casi no puede creer a sus ojos y oídos. ¡Parece imposible que los hombres puedan consentir en adorar a un dios que las ratas puedan comer! ¡Un dios que puede ser arrastrado y perdido en una zanja lodosa por un sacerdote borracho! ¡Un dios que puede ser comido, vomitado y comida otra vez por aquellos que tienen suficiente valor para comer otra vez lo que hayan vomitado!
La religión de Roma no es una religión, es una parodia, la caricatura despreciable y la destrucción de religión. La Iglesia de Roma, como hecho público, no es más que el cumplimiento de esa profecía terrible: Por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos, Dios les envía un poder engañoso para que crean la mentira. (2 Tes. 2:10-11)