Para comprender la educación moral de los alumnos en los colegios Católico-romanos, uno sólo necesita entender que desde el principio hasta el fin, están rodeados de un medio ambiente en que respiran únicamente el paganismo.
Por ejemplo, nuestros superiores nos convencieron que los escapularios, medallas, agua bendita etc. serían de gran utilidad en batallar contra las tentaciones más peligrosas, como también en evadir los peligros más comunes de la vida. Por consecuencia, los guardamos con el mayor respeto, besándolos día y noche con afecto como si fueran instrumentos de la misericordia de Dios. Luego, descubrimos en los historiadores griegos y latinos que no eran más que remanentes del paganismo.
El moderno Pontifex Máximus (el Papa de Roma), supuesto sucesor de San Pedro, el Vicario de Jesucristo, asemejaba a los Pontifex Máximus de la gran república de Roma como dos gotas de agua. Nuestro Papa retuvo el nombre, los atributos, la pompa, el orgullo y aun el vestuario de ese sumo sacerdote pagano. ¿No fue la adoración a los santos absolutamente la misma adoración a los dioses de tiempos antiguos? ¿No fue descrito minuciosamente nuestro purgatorio por Virgilio? ¿No fueron repetidos nuestros rezos a la Virgen y a los santos, casi con las mismas palabras por los adoradores ante las imágenes de sus dioses igual como las rezamos delante de las imágenes en nuestras iglesias? ¿No se usó nuestra agua bendita entre los idólatras y con el mismo propósito?
Por medio de la historia supimos el año en que había sido edificado en Roma el templo magnífico consagrado a todos los dioses llevando el nombre Pantheon. Palabras no pueden expresar la vergüenza que sentimos al aprender que los Católico-romanos de nuestros días, bajo la supervisión y sanción del Papa, ¡Todavía se postran ante los MISMOS IDOLOS en el MISMO TEMPLO para obtener los MISMOS FAVORES!
Cuando nos preguntamos, ¿Cuál es la diferencia entre la religión de Roma pagana y la de Roma hoy? Más de un alumno respondería: La única diferencia está en el nombre. En lugar de llamar a esta estatua Júpiter, la llamamos San Pedro y en lugar de llamar a aquella Minerva o Venus, la llamamos Sta. María. Es la antigua idolatría disfrazada con nombres Cristianos.
Yo deseaba seriamente ser un Católico honesto y sincero, pero estas impresiones y pensamientos me distraían mucho. Desgraciadamente, muchos de los libros puestos en nuestras manos por nuestros superiores para confirmar nuestra fió, formar nuestro carácter moral y sustentar nuestra piedad y nuestra confianza en las dogmas de la Iglesia de Roma, tenían una semejanza espantosa a las historias de los dioses y diosas que había leído. Los milagros atribuidos a la Virgen María frecuentemente parecían ser sólo una reproducción de los trucos y engaños de los sacerdotes de Júpiter, Venus, Minerva etc. Algunos de esos milagros de la Virgen María igualaban y sobrepasaban en absurdo a los cuentos horrendos de los dioses y diosas paganos.
Después de leer la metamorfosis monstruosa de los dioses del Olimpo, el alumno siente un deseo ardiente de nutrirse con las palabras de vida. Pero el sacerdote del colegio se interpone entre el alumno y Cristo y en lugar de dejarlo nutrirse con el Pan de Vida, les ofrece fábulas, algarrobas para apaciguar su hambre.
¡Sólo Dios sabe cuánto sufrí durante mis estudios al encontrarme absolutamente privado del privilegio de comer el Pan de Vida, su Santa Palabra!
Durante los últimos años de mis estudios, mis superiores a menudo me confiaban el cargo de la biblioteca. Un día festivo, me quedé solo en el colegio. Encerrándome en la biblioteca, empecé a examinar todos los libros. Descubrí que los libros más adecuados para instruirnos eran marcados prohibidos. Sentí vergüenza inexpresable al ver que sólo los libros más indiferentes eran colocados en nuestras manos. Varios alumnos más avanzados ya me habían hecho esa observación, pero no les creía. Hasta ese momento había desechado la idea de que junto con los demás alumnos, yo era víctima de un sistema increíble de ceguera intelectual y moral.
Entre los libros prohibidos, encontré una Biblia espléndida. La agarré como un avaro que descubre a un tesoro perdido. La levanté a mis labios y la besé respetuosamente. La apreté a mi corazón como uno abraza al amigo de quien se ha separado por largo tiempo. Esta Biblia trajo a mi memoria las horas más deleitosas de mi vida. Leí en sus páginas divinas hasta que regresaron los escolares.
Al día siguiente, el Rev. Sr. Leprohon, nuestro director, me llamó a su cuarto y me dijo: Pareces turbado hoy, ¿Tienes algún motivo de dolor? ¿Estás enfermo?
No podía expresar adecuadamente mi amor y respeto por este hombre venerable. El era al mismo tiempo mi amigo y mi benefactor. Durante cuatro años, él y el Rev. Sr. Brassard habían pagado mi alojamiento.
Había leído la Biblia el día anterior en desobediencia a mi benefactor, porque cuando él me confió el cuidado de la biblioteca, me hizo prometer no leer los libros del catálogo prohibido. Me dolió entristecerlo al admitir que había quebrantado mi palabra de honor, pero me dolió mucho más engañarlo ocultando la verdad.
Así que, le dije: Tiene usted razón en decir que estoy inquieto y triste. Confieso que hay algo que me confunde en gran manera. Nunca me atrevo a hablar de ello, pero como usted desea saber la causa de mi tristeza, se lo diré. ¡Usted ha puesto en nuestras manos no sólo a leer, sino a aprender de memoria libros que usted bien sabe, en parte son inspirados del infierno y nos prohíbe leer el único libro cuya cada palabra es enviada del cielo! Esto me confunde y me escandaliza. Su pavor hacia la Biblia conmueve mi fe y me hace temer que en nuestra Iglesia nos estamos desviando.
El Sr. Leprohon respondió: Yo he sido el director de este colegio por más de veinte años y nunca he oído de los labios de ningún alumno semejantes reparos y quejas. ¿No temas ser víctima de un engaño del diablo al entrometerte con una pregunta tan extraña y tan nueva para un escolar, cuya única meta debe ser obedecer a sus superiores?
Tal vez, yo sea el primero en hablarle de este modo, pero también es muy probable que soy el único alumno que haya leído la Santa Biblia en su niñez. Le aseguro que la lectura cuidadosa de ese libro admirable me ha hecho un bien que todavía siento. Yo sé, por experiencia personal, que no hay en todo el mundo un libro tan bueno y apropiado para leer y estoy en gran manera entristecido y escandalizado por el pavor que usted tiene hacia ella.
Le confieso que pasé la tarde de ayer en la biblioteca leyendo la Biblia. Encontré en ella cosas que me hicieron llorar de gozo y felicidad, cosas que hicieron más bien a mi alma y corazón que todo lo que usted me ha dado para leer en los últimos seis años. Y estoy tan triste hoy, porque usted me aprueba cuando leo las palabras del diablo y me condena cuando leo la Palabra de Dios.
Mi superior contestó: Puesto que has leído la Biblia, debes saber que hay asuntos en ella de una naturaleza tan delicada que es impropio para un joven o aún más para una señorita leer.
Entiendo, le respondí, pero usted sabe muy bien que Satanás nos habla de cosas malas día y noche para que las gustemos y nos perdamos. Pero cuando el Dios de pureza nos habla de cosas malas (de las cuales es casi imposible que el hombre ignore), El lo hace para que las odiemos y las aborrezcamos y nos da la gracia para evitarlas. Puesto que no puedes evitar que el diablo nos susurre para seducirnos, ¿Cómo se atreve a impedir a Dios hablarnos de las mismas cosas para escudarnos de su seducción? Además, cuando Dios mismo quiere hablarme sobre cualquier tema, ¿Qué derecho tiene usted de obstruir la penetración de su Palabra a mi corazón?
Aunque la mente del Sr. Leprohon estaba enredada en las tinieblas de Roma, su corazón permanecía honesto y verdadero. Yo le respetaba y amaba como padre aunque difería de él en opinión y sabía que él me quería como su propio hijo.
El se asombró por mi respuesta. Se puso pálido y vi lágrimas a punto de salir de sus ojos. Suspiró profundamente y me miró algún tiempo reflexionando y sin contestar.
Por fin, me dijo: Mi querido Chíniquy, tu respuesta y tus argumentos tienen tal fuerza que me asustan; si tuviera solamente mis propias ideas personales para desaprobarlos, reconozco que no podría hacerlo. Pero tengo algo mejor que mis propios pensamientos débiles. Tengo los pensamientos de la Iglesia y de nuestro Santo Padre, el Papa. Ellos nos prohíben poner la Biblia al alcance de nuestros alumnos. Esto debe poner fin a tus problemas. Obedecer a tus superiores legítimos en todas las cosas es la regla que un escolar Cristiano, como tú, debe seguir y si lo quebrantaste ayer, espero que sea la última vez que un hijo, a quien amo más que a mí mismo, me sea motivo de tanto dolor.
Al decir esto, me abrazó y me apretó a su corazón y bañó mi cara con sus lágrimas. Yo también lloré, sí, lloré abundantemente. Pero Dios sabe que aunque el pesar de haber entristecido a mi benefactor y padre me hizo llorar en ese momento, lloré mucho más al percibir que nunca más sería permitido leer su Santa Palabra.
Los dioses de los paganos nos hablaban diariamente por medio de sus apóstoles y discípulos: Homero, Virgilio, Pindar, Horacio etc. ¡Pero al Dios de los Cristianos, no le permitían decirnos una sola palabra! Tengo que decir, con corazón triste, que la educación moral y religiosa de los colegios Católico-romanos es peor que vacío. ¡Han excluido la única norma verdadera de la moral y la religión: LA PALABRA DE DIOS!