Después de cuatro o cinco años, emigramos a Murray Bay donde no había escuela. Mi madre fue mi primera maestra.
Antes de salir del seminario, mi padre recibió de uno de los superiores, una Biblia en francés y latín, como muestra de su aprecio. Esa Biblia fue el primer libro, después del abecedario, que fui enseñado a leer. Mi madre escogía capítulos interesantes, que yo leía cada día hasta que sabía muchos de ellos de memoria.
Cuántas horas agradables pasaba al lado de mi madre, leyendo las páginas sublimes del libro divino. A veces ella me interrumpía para ver si entendía lo que leía. Cuando mis respuestas le aseguraban que sí lo entendía, me abrazaba y me besaba de puro gozo.
Vivimos a cierta distancia de la iglesia y en los días lluviosos, los caminos eran intransitables. Los domingos, los vecinos solían reunirse en nuestra casa por la tarde. Entonces, mis padres me paraban sobre una mesa grande en medio de la asamblea y yo recitaba ante esa gente buena los pasajes más bellos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Cuando me cansaba, mi madre, con su linda voz, cantaba algunos de los hermosos himnos franceses que llenaban su memoria.
Cuando el clima nos permitía ir a la iglesia, los granjeros me llevaban en sus calesas a la puerta del templo y me pedían que les recitara algún capítulo del Evangelio. Con perfecta atención, escuchaban la voz del niño a quien el Buen Maestro había escogido para darles el pan que viene del cielo. Recuerdo que más de una vez, cuando las campanas nos llamaban a entrar, lamentaban no poder oír más.
Un hermoso día de 1818, mi padre escribía en su oficina, mi madre estaba tejiendo y yo jugaba en la entrada de la puerta; de repente, vi a un sacerdote acercarse a la verja y sentí un escalofrío de inquietud. Fue su primera visita a nuestro hogar.
El sacerdote era de baja estatura con una apariencia desagradable. Tenía hombros grandes y era muy corpulento. Su cabello era largo y despeinado y su doble barba parecía gemir bajo el peso de sus mejillas flácidas.
De prisa corrí y dije en voz baja a mis padres, El señor cura viene.
El sonido apenas había salido de mis labios cuando el Rev. Courtois llegó a la puerta. Mi padre le recibió, extendiéndole la mano para saludarlo.
El sacerdote nació en Francia, donde escapó por un pelo de ser condenado a muerte bajo la administración sangrienta de Robespierre. Se había refugiado en Inglaterra con muchos otros sacerdotes franceses; luego, vino a Qüebec; aquí el obispo le dio el cargo de la parroquia de Murray Bay.
Su plática era animada e interesante el primer cuarto de hora; nos dio verdadero gusto escucharlo. Pero, de repente, su rostro cambió como si una nube negra viniera sobre su mente y dejó de hablar. Mis padres habían quedado respetuosamente callados mientras le escuchaban. El silencio que seguía era sumamente desagradable para todos, como la hora pesada que precede a una tempestad.
Por fin, el sacerdote, dirigiéndose a mi padre, dijo: Señor Chíniquy, ¿Es verdad que usted y su hijo leen la Biblia?
Sí, señor, fue su pronta respuesta, mi hijo y yo leemos la Biblia y mejor aún, él ha memorizado un gran número de sus capítulos más interesantes. Si usted permite señor cura, él le recitará algunos.
¡No vine con ese propósito! contestó bruscamente el sacerdote, Pero, ¿No sabe usted que está prohibido por el concilio de Trento leer la Biblia en francés?
Me da lo mismo leer la Biblia en francés, griego o latín, contestó mi padre, porque entiendo estos idiomas con igual facilidad.
Pero, ¿Ignora el hecho de que no puede permitir a su hijo leer la Biblia? replicó el sacerdote.
Mi esposa dirige a nuestro hijo en la lectura de la Biblia y no creo que cometemos ningún pecado.
Señor Chíniquy, respondió el sacerdote, usted ha pasado todo un curso de teología. Usted sabe los deberes de un cura. Usted sabe que es mi penosa obligación venir aquí, quitarle la Biblia y quemarla.
Mi abuelo era un audaz marinero español (nuestro apellido original era Etchiniquía) y había demasiado orgullo y sangre española en mi padre para escuchar con paciencia a tales frases en su propia casa. Se paró rápido como un rayo; yo abracé, temblando, a mi madre quien también temblaba.
Al principio, temí que sucedería alguna escena desafortunada y violenta, porque el enojo de mi padre en ese momento era terrible. Pero más temía que el sacerdote echara mano a mi querida Biblia que estaba delante de él en la mesa. Era mía; fue un regalo de navidad del año pasado. Afortunadamente, mi padre se controló, pero se paseaba por la habitación con sus labios pálidos, temblando y hablando entre dientes.
El sacerdote le observaba atentamente, presionando sus manos convulsivamente a su bastón y su rostro manifestaba un terror bien fundado. Quedó claro que el embajador de Roma no se hallaba tan infaliblemente seguro de su posición. Después de sus últimas palabras, permaneció silencioso como una tumba.
Por fin, mi padre se paró súbitamente delante del sacerdote, Señor, ¿Es eso todo lo que usted tiene que decir?
Sí, señor. dijo el sacerdote temblando.
Bien, añadió mi padre, usted sabe por cual puerta entró a mi casa; por favor, salga por la misma y váyase rápido.
El sacerdote salió inmediatamente. Yo sentí gozo inefable de que mi Biblia estaba segura. Corrí a mi padre, le abracé, le besé y le agradecí su victoria. Y para compensarlo, en mi sencillez de niño, me subí a la mesa grande y en mi mejor estilo, recité la pelea entre David y Goliat. Por supuesto, en mi mente, mi padre era David y el sacerdote de Roma era el gigante a quien la pequeña piedra del arroyo había derribado.
Tú conoces, Oh Dios, que a esa Biblia leída en las rodillas de mi madre, yo debo, por tu infinita misericordia, el conocimiento de la verdad que tengo hoy; porque ella mandó a mi joven corazón inteligente, rayos de luz que todos los sofismas y errores de Roma nunca pudieron extinguir.